Amante de la vida

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Eduardo Domínguez Meneses describía su vida como un camino lleno de retos y obstáculos.

Nació el 22 de septiembre de 1934. Fue el
segundo hijo de Eduardo Domínguez Cortina y Guadalupe Meneses García, quienes procrearon a Guadalupe (q.e.p.d.), Alejandro, Enrique, Juan Guillermo (q.e.p.d.), Alicia, Martha y Ana. Vivió una infancia feliz, gozando a sus amigos de la cuadra, en la calle Dante, Polanco.

Eduardo quería ser médico, pero, un día, al escuchar hablar a su papá por teléfono, decidió que la abogacía era su camino.

Su vida cambió al cumplir 16 años, cuando al regresar del cine, se enteró que su padre había muerto. Dejó ocho hijos, teniendo la menor tan sólo 2 años. Su mamá, con fortaleza y coraje, los sacó adelante y todos se graduaron de la universidad.

Rentaban los cuartos de su casa para estudiantes e hicieron rondas con una camioneta, llevando a niños a sus hogares después de la escuela para generar un poco de dinero. Al mismo tiempo se tuvo que responsabilizar junto a su madre para que sus hermanos tuvieran todas las necesidades cubiertas y comenzó a trabajar a los 16.

Para don Eduardo, pasar momentos junto su esposa,
sus cuatro hijos y sus 11 nietos era lo más importante.

A Eduardo, lo apadrinó su tío, Eustaquio Cortina, un cercano amigo de su papá, quien
lo formó para la vida laboral. En su vejez, el
abogado decía que había tenido tres padres:
su padre biológico, Eustaquio y el arquitecto
Juan Cortina; gracias a ellos tres se convirtió
en el hombre que fue.

Cursó la primaria, la secundaria y la prepa
en el Colegio México; la carrera de Derecho en la UNAM; un curso de especialidad en Derecho Fiscal, Económico y Corporativo en la UP, y un curso de Alta Dirección de Empresas en el IPADE.

Se casó con Sylvia Gavaldón Karg el 1 de octubre de 1960 en la Iglesia de la Sagrada Familia y procrearon a sus cuatro hijos, Sylvia, Adriana, Eduardo y Mauricio Antonio, a quienes educó con ejemplo, disciplina y sin permitir fallas ni errores.

Su hobby más querido era el tenis; desde
niño inició en el Reforma Athletic Club, siendo socio honorario del International Club de Tenis de Francia, Nueva Zelanda y Estados Unidos.

Como buen aficionado al tenis, no se perdía el Abierto Mexicano; aquí, en 2020.

Fue gran aficionado del beisbol, fanático
de los Indios de Cleveland desde su segunda
serie mundial en 1948. También, de los Dallas Cowboys y se sentía orgulloso al decir que había visto todos los Super Bowls desde que habían comenzado.

Amaba los caballos, y llevaba a sus 11 nie-
tos, Sylvia y Carlos Pacheco; Carlos, José Antonio y Gerardo Requejo; Eduardo, José Miguel, Mariana, Mauricio, Paula y Mateo Domínguez al Jockey Club.

Amante de la lectura, tenía una biblioteca
repleta de libros de historia de México y de la Segunda Guerra Mundial, tema que dominaba y podía hablar del mismo durante horas.

En sus últimos años, la salud de su esposa
se deterioró; enviudó en 2020, unas semanas antes de comenzar la pandemia.

Con Sylvia Gavaldón se casó el 1 de octubre de 1960.

Este evento mundial lo tenía desesperado,
sentía que perdía sus últimos años de vida. En verano del año pasado, como todos los anteriores, viajarían a Cancún, pero decidieron cancelarlo por la situación; sin embargo, Eduardo logró convencer a toda la familia de que podría ser el último. Así se reunieron todos los Domínguez por una última vez en el hotel que llevaba visitando más de 45 años.

Pasó sus últimos seis meses en casa, leyendo y planeando vacunarse. Visitó el club mien-
tras estuvo abierto y aprendió a usar Zoom para no perder contacto con sus viejos amigos. Puso bebederos para colibríes y se sentaba a ver el jardín esperando a que terminara la pandemia.

Acudía a sus juntas de consejo, las pocas
que seguía teniendo para mantenerse ocupado; sus ganas de vivir seguían intactas, pero cada día seguía perdiendo compañeros de viaje. Habló sobre morir, un tabú que tenía desde la muerte de su padre, sólo un par de veces.

Tuvo miedo de la muerte durante toda su
vida y se preocupó porque su esposa y él se
pudieran ir de este mundo con el menor sufrimiento posible. A las 8:30 de la mañana, el 1 de febrero, el enfermero y su nieto se dieron cuenta de que no despertaba. Había muerto como siempre lo quiso. Descanse en paz.


De su puño y letra

Amable, firme, inteligente y alegre. No se cansaba de tener discusiones profundas, ya fuera con prominentes políticos o con su nieta de 16 años. Siempre con dichos, chistes y albures.

Amante de la plática y de la controversia, interesado en la historia y la política. Orgulloso de sus logros, de haber ayudado
a su madre desde los 16 años cuando él y sus hermanos perdieron a su papá, y se volvió el “hombre de la casa”.

Era un talentoso abogado, empresario, padre de familia y abuelo, con el don de generar amigos desde los 4 años hasta el día de su muerte. Profesaba ser católico y, mejor aún, se decía Guadalupano.

Tenía consejos para el que lo necesitara y enseñaba con rectitud, con ejemplo y disciplina. Era el arquetipo de tenacidad
y perseverancia, alcanzando todas las metas que se ponía. No había reto que fuera demasiado grande. Enfrentó obstáculos
desde pequeño y los fue superando con su interminable sonrisa y su deseo inquebrantable de vivir la vida.

Era de una generación única, que disfrutaban los pequeños placeres de la vida, desde unas gomitas hasta escuchar el
ruido del mar, comprar y seleccionar la mejor fruta, sentarse en el jardín de su casa mientras llegaban los colibríes, o las comidas de domingo en las que gozaba la comida, y mejor aún, la familia que había formado junto con su esposa, Sylvia.

Era ocurrente, sorprendiendo a todos de sus decisiones súbitas. Compró una lancha sin que su esposa se enterara, y, peor aún, la bautizo como “Mohína”, por el enojo de ella.

Decidió llevar a sus nietos al Mundial a sus 75 años, teniendo el menor de los seis tan sólo 6 años, y a pesar de que sus amigos le decían que estaba loco, pensó que ese viaje
de siete hombres sería un recuerdo para la historia; además, no le gustaba el futbol, pero cumplió el sueño de sus nietos.

Disfrutaba conciertos, partidos, eventos, musicales y obras de teatro. Constantemente viajaba con sus hijos a partidos de todos los deportes, y fue un constante espectador del
Abierto de Acapulco, yendo a Guerrero todos los febreros con sus amigos.

Visitaba el Club de Tenis Lomas desde hace años, y todos los días a las 6:00 de la mañana, con el fonógrafo como despertador, se despertaba para poder desayunar con sus amigos. Discutía, peleaba y argumentaba en el desayuno con señores de la mitad de su edad, pero siempre deseando aprender cosas nuevas.

Era una pequeña parte del día que lo mantenía feliz, y el club admiraba al licenciado Domínguez por su enorme
deseo de seguir viviendo. Al mismo tiempo, sus amigos de la niñez lo acompañaron toda la vida. Se hicieron amigos en la calle en la década de 1930 y, 80 años después, sus amistades seguían intactas.

Su familia era algo único. Sentía orgullo por cada paso que tomó para hacer la familia que hizo. Admiraba que sus hijos hicieron bellas familias y que había logrado formar lo que nunca tuvo cuando era pequeño.

Si pudiese resumir todo esto en una sola palabra, lo describiríamos con generosidad, ya que nunca se cansó de dejar una pequeña parte de sí para la persona que estaba a su lado. Oía al que necesitaba, siempre teniendo un consejo. Era
sostén para su familia, sin importar la tragedia que tuviésemos que enfrentar.

Familia Domínguez Gavaldón


Con información de: Antonio Redondo

Edición: Jessica Meza