Los testimonios son punzantes. “Me amarraron a una mata, un árbol”, dijo una víctima de la guerrilla colombiana. “Nos metían en una jaula”, dijo otra. “Duré cuatro años de secuestro”.

“Hasta ese momento, no tenía ni idea de qué eran las fosas comunes”, dijo una víctima de los militares. “Siento dolor de patria por el ejército colombiano. Porque finalmente saber que ellos, quienes eran los que estaban para cuidar las vidas de los ciudadanos, hayan sido quienes hayan segado la vida a miles de colombianos”.

Tras décadas de guerra civil, Colombia ha creado un histórico tribunal de posguerra destinado a revelar los hechos de un conflicto que definió al país durante generaciones y que se convirtió en la guerra más larga de América.

Miles de personas han testificado. Se están llevando a cabo investigaciones de gran alcance. Las primeras acusaciones se emitieron en enero, y los primeros alegatos se esperan para abril. Los autores serán castigados, y los que admitan su responsabilidad recibirán penas menores y de “justicia restaurativa”, como el arresto domiciliario o permanecer en libertad mientras realizan duros trabajos físicos. Los que se nieguen a hacerlo se enfrentarán a un juicio y a la posibilidad de pasar décadas en prisión.

El objetivo del tribunal, que comenzó su labor en 2018, es dotar al país de una narrativa común sobre el conflicto que permita a los colombianos avanzar, juntos. El éxito del tribunal, llamado Jurisdicción Especial para la Paz, podría ayudar a cambiar la trayectoria de una nación que ha estado en guerra durante gran parte de su historia, en la que un conflicto desemboca casi inmediatamente en el siguiente.

Su fracaso podría significar la repetición de ese ciclo.

“Tenemos una ventana, una oportunidad generacional, de salir de la locura violenta en la cual hemos vivido toda nuestra vida”, dijo Ingrid Betancourt, excandidata presidencial que fue secuestrada y retenida por la guerrilla, a veces encadenada, durante más de seis años. “Quisiera que pudiéramos abrir esa ventana y dejar que la luz entre por ahí”.

Ingrid Betancourt, ex candidata presidencial, durante su cautiverio en un campamento de las FARC en la selva.

Los conflictos más recientes de Colombia se remontan a la década de 1960, cuando un grupo rebelde de izquierda llamado Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, lanzó una insurgencia destinada a rehacer una sociedad marcadamente desigual.

La guerra se convirtió en una compleja batalla entre los grupos guerrilleros de izquierda, los paramilitares de derecha, el ejército, los cárteles de la droga y Estados Unidos, que suministraba y asesoraba al ejército.

Durante años, la vida cotidiana de Colombia estuvo marcada por bombardeos, secuestros y asesinatos. Al menos 220.000 personas murieron y más de cinco millones fueron desplazadas. La guerra terminó en 2016, cuando las FARC y el gobierno firmaron un acuerdo de paz que incluía la creación del tribunal de posguerra.

Pero si el objetivo del tribunal es desenterrar verdades sepultadas, está claro que la búsqueda también está exhumando y exacerbando divisiones de larga data, y que el camino hacia un relato en común, si es que se puede encontrar uno, estará lleno de conflictos.

Algunos consideran que el tribunal es su mejor oportunidad para encontrar respuestas sobre los seres queridos perdidos y la mejor esperanza de paz para el país; otros están enfadados porque los asesinos y los secuestradores no recibirán penas de prisión; y otros simplemente rechazan las conclusiones del tribunal, diciendo que la institución está sesgada a favor de la antigua guerrilla.

Eduardo Cifuentes, presidente del tribunal de posguerra de Colombia. “La tarea primordial de la JEP es asegurar una paz sin impunidad”, dijo.

El crítico más destacado del tribunal es el exmandatario Álvaro Uribe, que presidió algunos de los últimos años de la guerra y que sigue siendo la figura política más divisiva e influyente del país. Un reciente informe de la corte involucra al ejército en más de 6400 muertes de civiles entre 2002 y 2008, durante su presidencia.

Uribe respondió al informe calificándolo de “atropello” con “un solo propósito” de “desacreditar a mi persona”.

El tribunal se reúne en un imponente edificio negro en una avenida principal de la capital de Colombia, Bogotá. Algunos testimonios son públicos y se han transmitido por las redes sociales o se han divulgado en documentos públicos, permitiendo asomarse a décadas de sufrimiento. Para proteger la seguridad de los participantes, la mayor parte de las audiencias se realiza a puerta cerrada.

Hasta ahora, las conclusiones del tribunal han sido explosivas, al revelar un número de víctimas muy superior al confirmado anteriormente y acusaciones contundentes que muchos escépticos no esperaban.

En enero, los magistrados emitieron su primera acta de acusación, en la que se incriminaba a ocho altos dirigentes de las FARC de orquestar una operación de secuestro por rescate que duró décadas y causó más de 20.000 víctimas, muchas de ellas civiles, algunas de las cuales fueron violadas o asesinadas. Los secuestros se utilizaron para financiar la insurgencia, según el tribunal, y constituyen crímenes de lesa humanidad.

Los ex dirigentes de las FARC acusados han indicado que admitirán su culpabilidad. Si lo hacen, recibirán penas no privativas de libertad, que podrían incluir hasta ocho años desenterrando viejas minas terrestres o rastreando cadáveres. Si no admiten su culpabilidad, se enfrentarán a un juicio y a la posibilidad de pasar décadas entre rejas.

Tienen hasta finales de abril para responder al tribunal.

“Nosotros estamos asumiendo una responsabilidad colectiva”, dijo Julián Gallo, que se encuentra entre los dirigentes acusados, en una entrevista.

“Fueron prácticas que de alguna manera deslegitimaron la lucha que nosotros desarrollamos”, continuó. “Lo que les hemos pedido es perdón”.

Julián Gallo, ex comandante de las FARC, es uno de los acusados de orquestar una operación de secuestro por rescate que duró décadas.

Algunos ven las acusaciones y la respuesta de los acusados como señales de que las decisiones del tribunal se tomarán en serio, lo que le permitirá establecer ese relato común.

Los padres de Héctor Angulo, un obrero metalúrgico y un ama de casa, fueron secuestrados por las FARC el 19 de abril de 2000. Él vendió su casa y pagó un rescate por su liberación, pero la guerrilla nunca le devolvió a sus padres. Lleva dos décadas buscando sus cuerpos, dice.

No está seguro de poder perdonar nunca, dijo, “porque el dolor que ha sentido uno por un familiar no tiene cómo repararse”. Pero apoya el trabajo del tribunal, añadió, porque “es lo que tenemos”.

Los padres de Héctor Angulo fueron secuestrados por las FARC en 2000 y se presume que están muertos.

Ximena Ochoa se opone al tribunal. Su madre fue secuestrada por los rebeldes el 16 de diciembre de 1990, retenida durante cuatro terribles meses y liberada después de que su familia pagó un cuantioso rescate. Cree que el tribunal es una distracción diseñada para ocultar los crímenes no resueltos de las FARC. La guerrilla, por ejemplo, aún no ha entregado gran parte de su botín de guerra.

El tribunal, dijo, permitirá a los antiguos rebeldes admitir algunas cosas, un esfuerzo por aplacar a la comunidad internacional al afirmar que se ha hecho justicia en Colombia.

“Todo esto de la justicia transicional es un engaño”, dijo. Sobre las FARC, añadió: “Ellos nunca van a decir la verdad completa”.

Ximena Ochoa, cuya madre fue secuestrada por los rebeldes, cree que el tribunal es una distracción destinada a ocultar los crímenes no resueltos de las FARC.

Dos de los líderes rebeldes acusados de crímenes de lesa humanidad son senadores en ejercicio, entre ellos Gallo, como resultado de una disposición del acuerdo de paz que transformó a las FARC en un partido político y le dio diez escaños en la legislatura de 280 personas.

Algunas víctimas piden que los senadores acusados dimitan. Otros, como Betancourt, creen que se les debe permitir permanecer.

“Me parece que es muy importante que le digamos a Colombia que estamos construyendo una democracia suficientemente madura como para oír la voz política de personas que delinquieron”, pero que luego “aceptaron firmar la paz”, dijo.

En febrero, los magistrados centraron su atención en los crímenes de los militares, emitiendo el informe mordaz que implicaba a los oficiales en el asesinato intencionado de al menos 6402 civiles cuando Uribe estaba en el poder.

Los asesinatos formaban parte de una estrategia revelada anteriormente en la que los soldados colombianos o sus aliados sacaban a los civiles de sus hogares con la promesa de puestos de trabajo, y luego los mataban e intentaban hacer pasar sus asesinatos por muertes de combatientes. Muchas de las víctimas eran pobres, algunas tenían discapacidades mentales.

La idea era demostrar que el gobierno estaba ganando la guerra.

Un campamento de las FARC en las montañas colombianas en 2016.

En Colombia, el escándalo es uno de los aspectos más discutidos del conflicto, y las víctimas han pasado a ser conocidas como los “falsos positivos”. Un informe anterior del fiscal superior del país había cifrado el número de víctimas en 2248.

La nueva cifra del tribunal es casi tres veces mayor, e implica que un porcentaje significativo de las muertes en combate en esa época fueron en realidad asesinatos de civiles.

La asociación de generales militares retirados respondió al anuncio del tribunal calificando las cifras de “infladas” y de intento de “deslegitimar la encomiable labor” de los militares.

Se espera que los magistrados comiencen a anunciar acusaciones en ese escándalo este año.

Uribe, que ha dicho en repetidas ocasiones que hizo todo lo que pudo para detener los asesinatos, está exento del tribunal como expresidente.

Durante una de las audiencias públicas del tribunal, Jacqueline Castillo describió cómo su hermano Jaime, un civil, desapareció un día en agosto de 2008 y reapareció días después en una fosa común lejos de su casa, identificado por los militares como un rebelde muerto en combate. Ella fue a la fosa, dijo, y vio cómo los hombres sacaban a su hermano de la tierra.

Antes, había idolatrado a los militares colombianos.

“Eran mis héroes”, dijo, apretando la palma de la mano contra su corazón. “En este momento me dan tristeza”.

FUENTE: Julie Turkewitz / The NYT News Service

FOTOS: Federico Rios para The New York Times y AP