La vida en Kabul ha cambiado en las seis semanas transcurridas desde que el Talibán irrumpió la capital afgana, pero no de golpe.
Algunas cosas siguen como siempre: el tráfico vuelve a ser ruidoso y a estar congestionado y los jóvenes juegan al cricket y ven peleas de lucha tradicional en el parque Chaman-e-Hozari de la ciudad. En su gobierno anterior, el talibán prohibió muchos deportes, algo que hasta el momento no ha ocurrido.
Muchas mujeres parecían evitar pisar la calle tras la toma de poder del 15 de agosto, pero desde entonces, cada vez más, aparecen de nuevo en público, algunas con largos abrigos más largos y pañuelos en la cabeza, y otras con burqa, que las cubre de pies a cabeza y que es una vestimenta tradicional en el país con independencia de los talibanes.
Una mujer pasó recientemente por una fila de salones de belleza, donde algunos de los anuncios en sus ventanas tenían las caras de las mujeres desfiguradas o tapadas y otros estaban intactos.
Esto representa el limbo en el que vive ahora Kabul. ¿Impondrá el Talibán duras restricciones como hizo cuando gobernó en la década de 1990, o habrá margen para la flexibilidad? Las fotos con seres vivos, incluyendo animales, estaban prohibidas entonces, algo que por ahora no ha sucedido, pero se desconoce hasta dónde han decidido llegar los propios talibanes con sus normas.
Las mujeres ya están notando las restricciones. A la mayoría de las empleadas del gobierno municipal de Kabul se les ha dicho que se queden en casa, y las alumnas de secundaria no han podido regresar a clase.
Un cambio visual más sutil: se ven menos hombres vestidos con ropa occidental en las calles. Los empleados del gobierno, que eran los que más la usaban, optan ahora por el tradicional shalwar-kameez, una combinación de camisa larga y pantalones anchos.
El cambio más llamativo es la propia presencia de los talibanes. Los combatientes que dirigen en tránsito o controlan los numerosos puestos de control visten en su mayoría uniformes de camuflaje azul, lo que les da un aire más oficial. Pero muchos otros utilizan el shalwar-kameez. La mayoría no habían estado en Kabul en su vida.
Una noche, los combatientes se sentaron a custodiar un edificio que aloja a talibanes. Detrás de ellos, en paredes con marcas de explosiones, un viejo mural mostraba a una mujer detrás de un alambre de espino, creado originalmente como referencia a la dureza de la guerra. Otro día, un grupo de insurgentes, con sus armas automáticas en la mano, disfrutaron de un día en barca en un lago próximo a la capital hablando sobre lo rara que era la vida para ellos en esa ciudad.
También hay indicios de una creciente desesperación económica. La economía ya se estaba deteriorando antes de la llegada del Talibán, con más del 55 por ciento de la población viviendo bajo el umbral de la pobreza. Pero tras su rápida ofensiva en todo el país, está colapsando rápidamente y Naciones Unidas advierte que el 97 por ciento de los afganos podrían estar en esa situación a final de año.
Los mercados improvisados aparecen por todas partes, repletos de muebles y artículos para el hogar que la gente vende por lo que puede. En uno, unas mujeres escogían alfombras. Otro, en las inmediaciones del parque Chaman-e-Hozari, era más modesto, con hombres mayores vendiendo pilas de ropa vieja. Los distritos con restaurantes y tiendas de lujo están más vacíos. Todo el mundo habla de marcharse del país.
En un campamento para desplazados internos, se distribuyen donaciones de comida. Los hombres, cubiertos de hollín, que trabajan en una fábrica de ladrillos dicen que siguen produciendo aunque cada vez tienen menos clientes. Mientras los hombres se colocan en filas para el rezo del viernes, una niña espera sentada frente a ellos con la esperanza de ganar algo de dinero lustrando zapatos.
Cuando cae la noche, una mujer cruza la calle con un niño y una niña de la mano, con la luces de Kabul reluciendo en las colinas a su espalda.
Fotos: AP