Albrecht llama a sus pequeños pasajeros “mis niños”, y en las caóticas horas tras el ataque trató de averiguar con desesperación si habían llegado a casa a salvo. Condujo de una casa a otra.
Llegó a la casa donde Rojelio Torres, de 10 años, esperaba cada mañana en la vereda con su hermano pequeño y su hermana. Siempre pedía sentarse en la parte de atrás porque ahí se hacían “visitas” y le gustaba visitar. Era un niño carismático, divertido, dijo. Le encantaban los Takis picantes. Pero no estaba en casa. Su familia estaba de pie en el jardín, conmocionada y llorando. Albrecht supo lo que había ocurrido.
Unos días más tarde, llevó un autobús escolar de juguete a la cruz colocada en su memoria. “Te amo y te extrañaré”, escribió encima, y dibujó un corazón roto en el sitio donde solía sentarse, en la parte trasera.
La conductora lloraba, angustiada porque no había podido salvarle, y un médico local la abrazó.
“No había nada que usted pudiera hacer”, dijo John Preddy, médico de familia, que asistió el nacimiento de dos de los niños fallecidos y los atendió a todos durante su breve vida, sus rodillas arañadas y sus narices con mocos.
“Uno se pasa la vida intentando mantenerlos con vida y ve crecer a estos niños”, dijo.