Fausto Ramos es de los pocos comerciantes que mantienen en pie el Mercado Díaz Ordaz con su Talabartería ‘El Gitano’.
ARTESANO DE LA PIEL
“Aquí se llama Talabartería ‘El Gitano'”, dice don Fausto Ramos. “Como así me dicen, así le puse”. Tiene 75 años y es de los pocos comerciantes que mantienen de pie al Mercado Díaz Ordaz, en la Colonia Independencia. Es más: es de los dos o tres que siguen ahí desde hace más de 30 años, casi como si fuera su segunda casa.
El talabartero es orginario de una ranchería de Saltillo. Llegó a Monterrey cuando tenía 15 años para reunirse con sus papás, que habían venido antes. Acá conoció más a fondo el oficio que trabajaba su padre.
Al inicio, cuenta, pensaba que aprendería lo básico y luego se regresaría con sus abuelos, que seguían en Coahuila. Pero no, le gustó y se quedó.
Tras varios años de aprendiz en talleres, trabajando en algunos negocios y luego por cuenta propia, fue al mercado un 26 de diciembre a cortarse el cabello. Según recuerda, fue alrededor de 1985, cuando tenía cerca de 30 años.
Se encontró con un comerciante que le ofreció un local en el segundo piso, donde hoy está.
“Dame 50 pesos por él, pero vente ya”, le dijo. “Yo traía 55 pesos, le di los 50, le dejé un peso a mi esposa, el otro peso lo que agarré para moverme y el negocio lo comencé con 3 pesos”.
“No traía más que un costalillo de pedacería para hacer fundas de navaja, era todo, y una máquina de pedal de pie”.
Lo que le dio un gran empujón fue cuando uno de sus clientes, un agente federal, lo buscó para que le hiciera una funda de rifle. Le dejó por adelantado 500 pesos, mucho dinero para esa época, con lo que “El Gitano” compró más material.
En aquel entonces, cuenta, el segundo piso estaba lleno de locales.
“Unos ya fallecieron, otros mejor se fueron”, dice el hombre, quien estudió hasta sexto año de primaria. “De antigüedades de ese tiempo aquí, soy yo, y la señora de la estética, somos los únicos de ese tiempo”.
Le apasiona su oficio. Quien vaya, lo encontrará por las mañanas. Sólo descansa en Navidad, Año Nuevo y los días santos.
Ni siquiera la infección que lo dejó en silla de ruedas por más de ocho años lo detuvo en seguir trabajando la piel. El frío le revive el dolor, pero no claudica.
Los trabajos que más hace son pecheras para albañiles y fundas de navajas, celular y reloj. Pero él asegura que hace lo que sea que le pidan.
La pandemia disminuyó mucho el trabajo y hoy las ganancias no son como antes, pero él sigue en esto porque, como dice: “El que tiene oficio, tiene de qué valer”.
“Yo digo: aunque sean 10 centavos, pero los tengo que sacar”.
Ahora su hijo José Francisco se unió al negocio y ambos siguen trabajando para que este oficio no deje de existir.
Heredero del oficio de relojero de su abuelo y su padre, Luis Morantes lleva 32 años entre engranajes y manecillas.
PASIÓN POR LOS RELOJES
El relojero Luis Morantes se acuerda cuando hace algunos años llegó a su local una mujer con un reloj de muy poco valor económico para pedir un trabajo de reparación.
“Le dije: ‘Mejor cómprese uno nuevo, no le conviene porque es de plástico y le voy a cobrar más caro de lo que vale”. “Me dijo: ‘No me importa, este reloj me lo regaló mi hijo y ya falleció’”.
De historias como ésa, Luis tiene una colección, pues hace 32 años que trabaja la relojería.
El interés por los relojes nació desde muy pequeño, ya que su abuelo, su tío y su padre se dedicaban a este oficio. Creció entre engranajes y manecillas con la curiosidad por desarmar estas máquinas para ver cómo funcionaban.
Tenía alrededor de 17 años cuando su padre lo llevó a una agencia para que aprendiera y le pagó la primera renta de un pequeño local ubicado sobre la Avenida Madero, casi esquina con Vicente Guerrero. El resto fue producto de su esfuerzo.
“Los primeros meses fue muy difícil, porque no tenía mucho trabajo, aunque ya después sí tuve y bendito Dios me he mantenido”, dice el hombre de 51 años.
Es verdad que el trabajo antes era mucho más que hoy, daba para vivir bien, pero desde que empezaron a salir los primeros celulares, la demanda fue cayendo.
Hace 19 años debió conseguir otro trabajo para poder mantener a su familia, pero, si por él fuera, viviría sólo de la relojería.
“Aunque batallo a veces para la renta, sigo aquí porque me gusta muchísimo”, dice.
“De niño, me acuerdo que mi papá tenía un taller en la casa y ahí tenía relojes y yo me agarraba a desarmar sin saber”.
Su negocio es pequeño, pero tiene lo que necesita: lente, llave, prensa, voltímetro, bombilla, sacadores de manecillas y de micas.
Los trabajos que más le piden es la restauración de todo tipo de relojes. Lo más difícil es conseguir las piezas, pues a veces se batalla o tardan mucho en llegar.
Uno de los momentos más complicados le ocurrió cuando tenía pocos años de haber empezado. Le robaron el local y se llevaron cinco relojes finos de alto valor.
“Batallé mucho para pagarlos, pero salí adelante”.
Si la situación se pone más complicada, admite, tendrá que dejar el oficio, pero por lo pronto, don Luis resiste.
Gabriela Escamilla preside el taller de zapatería ‘El Becerro’, ubicado sobre la calle Guerrero, entre Allende y Matamoros.
HERENCIA ZAPATERA
La infancia de Gabriela Escamilla estuvo rodeada de zapatos, martillos, colores, clavos y pegamento.
Junto con su hermano Gerardo creció en el taller de reparación de calzado que administraban sus padres. Una herencia familiar que ahora ellos mantienen con vida.
“Siempre andábamos aquí jugando”, recuerda Gabriela, de 43 años, con gran añoranza. “Los botecitos de pintura yo los revolvía y preparaba colores”.
El taller está en un antiguo local sobre la calle Guerrero, entre Allende y Matamoros, en el Centro de Monterrey. Se llama “El Becerro”, nombre que el padre de los hermanos, don Gerardo, le puso en honor a una vaca bebé que tuvo la familia y a la que él le tuvo gran cariño.
La tradición de la reparación de calzado la trajo consigo el padre hace más de 50 años cuando dejó su natal León, Guanajuato, para venirse a Monterrey.
Aquí inició su primer taller en un local que rentaba casi enfrente de lo que hoy es Colegio Civil: se llamaba “El Mexicano” y, según recuerda Gaby, tenían muchas máquinas grandes para manufactura y un centenar de empleados.
Después de 25 años de historia tuvieron que salirse porque una tienda compró la propiedad. Previsor, don Gerardo decidió comprar un local, el actual, donde los hermanos forjaron su memoria de la infancia.
“Aquí es exclusivamente reparación: desde zapatos, mochilas, pintura, costuras, de todo”, explica Gaby con gran orgullo.
Ella comenzó a ayudar en el taller desde los 12 años. Su gusto por el dibujo y los colores la llevaron a empezar a estudiar diseño de modas, pero cuando uno de los empleados de sus padres enfermó, decidió dejar sus estudios para dedicarse al negocio.
No es coincidencia que su especialidad en la reparación de calzado sea la pintura: le fascina mezclar colores y otros la buscan para pedirle asesorías.
Cuando su padre murió, hace 15 años, su madre, quien también era zapatera, se quedó al frente del negocio. Al morir ella, hace tres años, su hermano asumió el mando.
Pero ahora que él enfermó, Gaby se encarga de la administración y gran parte del trabajo. Tienen tres ayudantes, pero no se dan abasto.
“Ésta es nuestra vida, no me imagino hacer otra cosa que no sea esto”, cuenta.
Tal como sus padres los criaron, trabaja todos los días, incluyendo los festivos. Sólo descansa la Semana Santa como acostumbraba su padre.
Entre sus clientes conservan aquellos que conocieron a sus padres en sus primeros años y otros jóvenes que buscan el servicio.
La cantidad de trabajo ha decaído con los años, dice Gaby. Los zapatos de hoy no son tan resistentes como los de antes y no todos se pueden reparar.
Su hijo Gerardo, de 10 años, dice que él también quiere ser zapatero. Gaby, madre soltera, le pide como condición que primero estudie una carrera universitaria.
“Yo quiero que termine carrera, porque es muy pesado”, expresa. “Lo vi en la pandemia: el que es un profesionista, de perdido tenía su sueldo”.
Gaby no cree que su oficio vaya a desaparecer. La clave para mantenerlo vivo es actualizarse en nuevos materiales y técnicas. De hecho, ella no concibe la posibilidad de algún día dejar de reparar zapatos.
“Me gusta el oficio, me gusta la herencia de mis papás”, expresa. “Me gusta el cariño que le pongo y espero seguir muchos años en esto”.
Con más de medio siglo en la fabricación de luces de neón, Guadalupe Rocha (centro) les ha enseñado el oficio a sus hijos y a su sobrino en la Colonia Obrerista.
EL ARTE DEL NEÓN
Con una habilidad que cautiva a quien lo observa, Guadalupe Rocha calienta un pequeño tubo de vidrio para después moldearlo en forma de letra.
Más tarde, cuando termine de formar todas las figuras que necesita, inyectará un gas en su interior que, al conectarlo a la electricidad, se encenderá de colores brillantes. Es el arte del neón, ese característico elemento químico que se volvió popular cuando se empezaron a fabricar anuncios con él.
“Yo llevo 52 años haciendo esto”, cuenta Guadalupe, de 66 años. “Viene de mi papá”.
Era un niño cuando empezó a cuidarle el taller a su padre y poco a poco comenzó a aprender este oficio que, tras la llegada de las luces led, ha ido a la baja.
“Yo atendía 70 negocios de cantinas, bares y todos tenían (anuncios) de neón”, cuenta Guadalupe, quien tiene su taller en la Colonia Obrerista.
“Cuando ya se bajó fue cuando empezó la irrupción de los leds. Le empezaron a echar a las lámparas éstas (de neón) porque traen mercurio”.
Es verdad que actualmente hay mucho menos trabajo que el que solía haber antes, sin embargo, aún logra juntar suficiente para el día a día, pues la mayor parte de sus clientes son coleccionistas, quienes se niegan a dejar morir este mercado e invierten en ello mucho más de lo que se solía pagar antes.
“Hay poca chamba, pero como que se cotizó un poco más”, dice Guadalupe.
Además, ya son pocos quienes se dedican a trabajar el neón. Cuenta que otros talleres refieren a sus clientes con él, pues la mayor parte de los negocios se dedican a hacer carteles con anuncios led, que son más económicos.
Guadalupe se ha dedicado a enseñar este oficio a otros: sus hijos Sergio y Jesús Enrique hoy saben hacer estos trabajos.
“Esto es un arte, porque no cualquiera lo va a hacer”, asegura el patriarca.
No cualquiera logra dominar la máquina que, con fuego, se utiliza para hacer los dobleces a los tubos de vidrio. Él hace todo tipo de trabajos, sólo hay que tener cuidado con las quemaduras que a veces se da con el gas.
Su misión actual, dice, es enseñar este arte a sus nietos, pues no está en sus planes permitir que el oficio deje de existir.
Con información de Dalia Gutiérrez