DAVID FAITELSON

Hasta cierto punto, compadezco a Yon de Luisa y a Mikel Arriola.

Van de mesa a mesa, de estudio a estudio, de micrófono a micrófono, soportando duras críticas sobre temas que ellos no deciden.  Cómodos y frescos, detrás de ellos, muy arriba de ellos, los omnipresentes y poderosos —y a algunos de ellos, prepotentes, maleducados— dueños de clubes hacen lo que quieren con nuestro futbol.

Apuntemos hacia donde hay que apuntar. No caigamos en el juego que ellos quieren que caigamos. Entendamos que todo lo que acontece en el futbol mexicano —la Selección, el sistema de competencia, la abolición del ascenso y el descenso, la exagerada presencia de futbolistas extranjeros, la multipropiedad, etc, etc— es decisión de algunos de los hombres más ricos del País que tienen al futbol mexicano “secuestrado” al servicio de sus propios intereses. Existirán, obviamente, excepciones muy claras de empresarios que logran combinar la parte comercial, económica, con buenos resultados deportivos.

“El futbol no es un negocio”, ha dicho, a través de su twitter, Ricardo Salinas Pliego, el propietario de TV Azteca y un personaje que, sobre la mesa —y hasta por debajo de ella— tiene el mayor control sobre clubes en la Liga MX. Yo, la verdad, creo que ninguno o casi ninguno de los 15 empresarios o empresas que están detrás de los clubes del futbol mexicano estén metidos en esta instancia porque les apasiona el juego o, porque quieran aportar algo a la comunidad o porque se ven reflejados en la Madre Teresa de Calcuta. Todos persiguen un fin, un fin que, por lo que se ha visto, no es un fin común, es una lucha para proteger sus propios intereses.

El hecho de que los dueños de clubes —algunos de ellos no son dueños, sino representantes de los dueños o de las empresas— se reúnan en una llamada, pomposamente, “Asamblea extraordinaria” y voten por lo que consideran correcto en beneficio del futbol mexicano es algo muy positivo y que se soñaba desde hace décadas en la democratización y apertura de la industria. El asunto es que nunca dejarán de ser empresarios, personajes exitosos en los negocios, en hacer dinero, vender cervezas, refrescos, cemento, televisión, tiendas de autoservicio, pero no en futbol. El futbol es una cosa diferente.

“Yo no entiendo por qué si en mi maquiladora a mi costurera le pago 100 pesos por hacer su trabajo y a Antonio Carlos Santos tengo que pagarle millones por hacer el suyo”, gritaba a los mil vientos, Moisés Saba, hace 25 años en una de las oficinas de TV Azteca que daban directamente al Periférico. Y esa expresión de Saba (QEPD), magnífico empresario y una buena persona, sintetiza gran parte de lo que es el propietario de un club del futbol mexicano.

Existirán, insisto, notables y maravillosas excepciones. No puedo incluir dentro de ese parámetro, por ejemplo, a Jesús Martínez, el dueño del Pachuca, quien ha entendido que la parte comercial va ligada directamente al desarrollo deportivo. A Alejandro Irarragorri, un verdadero “genio” en la operación futbolística; a Emilio Azcárraga, cuyo padre forjó la industria boyante que es el futbol actual, pero sin tener y entender la pasión que él tiene por su club —el América— y por el juego. Don Valentín Diez, uno de los pocos hombres que, contra viento y marea, sostiene un club familiar.  Jorge Vergara (QEPD) que, con su sagacidad e inteligencia, llevó a Chivas y al futbol mexicano hacia nuevos horizontes.

Y así, habrá otros ejemplos dentro de este complejo “mundo” que propone el futbol mexicano.

En manos de ellos están las decisiones, en manos de ellos está el futbol mexicano.  No en las de Yon de Luisa, de Mikel Arriola o de Rodrigo Ares de Parga.

El poder está concentrado en los dueños del balón, y ellos, a su inteligencia, a su juicio, a su capricho e intereses, hacen lo que quieren con él.

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