Andar y ver. Tercer cuaderno (Taurus)

Prólogo
En su debido desorden, recojo aquí apuntes de lo oído, lo visto y lo leído, tal y como han ido apareciendo en la página cultural de Reforma. Aparecen aquí tan despeinadas como despertaban en las madrugadas de dos miércoles al mes.

“Notas de andar y ver” llamaba Ortega y Gasset a sus apuntes de viaje y esto es también una bitácora de paseos. Viajes por libros, museos, conciertos, cines o grabaciones. En estos apuntes de aficionado se encontrará el registro del primer vistazo, la apresurada nota necrológica, el aplauso a un premiado. Poca política y mucha admiración se encontrará por acá. Hallazgos de la poesía, revelaciones arquitectónicas, mensajes del pincel o la batuta, sabiduría del bisturí. Notas cortas que pueden leerse como una simple invitación a ver, a oír, a pensar.

Las dos primeras entregas fueron publicadas por la editorial El equilibrista en su preciosa colección Pértiga. Taurus ha tenido la generosidad de formar esta tercera libreta. Gracias a Romeo Tello, cuidador de estos párrafos, el lector encontrará a pie de página la información esencial para rastrear las publicaciones o los eventos que se comentan.

Jesús Silva-Herzog Márquez

Tijeretazos

Seleccionados por Jesús Silva-Herzog Márquez publicamos aquí algunos “tijeretazos” de Andar y ver. Tercer cuaderno.

El tercer volumen de "Andar y ver" reúne más de un centenar de las columnas publicadas por Jesús Silva-Herzog Márquez en la sección Cultura de REFORMA. Foto: Héctor García.

Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.

La iglesia en que compuso Bach sus oratorios fue también instrumento y partitura del genio.

Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical”. Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ése es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.

La impuntualidad es la primera vacuna contra el desencanto.

Después de participar en un programa de la BBC, el poeta Seamus Heaney fue con el actor Stephen Thorne a un pub y luego a cenar. Afuera del restorán encontró, tirado en la banqueta, un zapato de tacón. Heaney lo recogió. Durante la cena, entre la sopa y los postres, escribió un poema dentro del zapato. Thorne le pidió leer lo que había inscrito ahí. “No -respondió Heaney- es para la mujer del zapato”. Al salir, Heaney regresó el zapato al lugar exacto donde lo había encontrado un par de horas antes. Cada vez que Thorne reencontraba al poeta le preguntaba si había tenido noticias de la mujer del zapato. “Todavía no”, le respondía una y otra vez. “Pero uno nunca sabe…”.

Creo que, en general, cuando hablamos de la órbita política, ese ejercicio de la admiración es muy difícil, es muy escaso. Yo encuentro la admiración en los creadores, encuentro la admiración en la imaginación, en la inventiva, y de alguna manera me rindo ante lo que esas inteligencias, esas sensibilidades aportan".

El buen actor logra hacernos creer que su personaje existe o que podría existir. El gran actor nos hace sentir que conocemos a su personaje, que somos él, que podríamos ser él.

El mundo no cabe en las palabras. Frente a eso que George Steiner llama el “imperialismo del lenguaje” corresponde, en ocasiones, la dignidad del silencio.

Hablamos demasiado. En nuestra época, dijo Wislawa Szymborska, todo nos empuja a hablar: la radio, los periódicos, la televisión, los micrófonos, las grabadoras. Inventos para almacenar saliva. Hasta hace poco, “la Tierra se deslizaba por el universo en relativo silencio”. Ahora todo es ruido, ostentación, alharaca. En nuestra conversación con las plantas, la palabra la tienen ellas, que no hablan.

Pensar es insistir.

El dios del amor se dispone a partir, dice Leonard Cohen en alguna canción. ¿No será su canción una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última?

Umberto Eco se confesó malvado. Un día caminaba por la banqueta y vio a una mujer que se le acercaba con el ojo pegado al celular. En lugar de hacerse a un lado para evitar el choque, le dio la espalda para que la señora se estrellara con él. Su teléfono, felizmente, cayó al piso. Lo único que lamentó el maléfico humanista es que no terminara roto.

El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Cuando nos pidan rezo, hay que soltar la carcajada.

En búsqueda de la más plena abstracción, Kazimir Malévich encontró la arquitectura. Veía el futuro del suprematismo, la religión de la geometría que había fundado, en las tres dimensiones. Formas puras levantándose del suelo.

Del diario de Goethe: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas”.

Mucha razón tenía James Boswell al rechazar las definiciones habituales del hombre. Ni especialmente racional, ni tan dotado para la palabra y, desde luego, poco urbano. El hombre es, en realidad, un animal que cocina.

Para mí escribir es apropiarme de lo que pienso, pero más que apropiarme de lo que pienso, descubrirlo. Siento que tengo una idea muy difusa y muy nebulosa de lo que veo, y que encuentra cierta precisión en el momento en que me siento a ponerle letras a esa vaguedad".

Todo es brisa. No viento: brisa, soplo casi imperceptible, caricia de aire. Hay brisa en su mar y en su arena, en sus floreros, en el pelo de sus mujeres y hasta en los muros que aparecen de pronto. Soplan los colores en los cuadros de Joy Laville. Rosas, lilas, mentas, azules, lilas.

El espíritu de una cultura puede estar ahí, en la música que hace reír, la que enamora, la que se imagina como un puente con Dios. Escuchar a Jordi Savall, jarocho y mediterráneo, es acercarse a esa sabia armonía de la que hablaba María Zambrano. Esa armonía que en el sonido va de una civilización a otra, que cruza siglos y que hermana.

Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso del tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo.

El Noé de la historia bíblica fue en extremo cuidadoso para asegurarse de que todas las especies entraran a su barco. Águilas, venados, osos, elefantes, lobos, pericos, abejas. Todos debían subir al arca, naturalmente en parejas, para que la especie sobreviviera al castigo. Un pequeño detalle se le olvidó al autor del cuento: el iracundo que enviaba el diluvio no ordenó empacar macetas. Quería salvar la vida, pero abandonaba lo que le daba sustento. El barco zarpó y dejó en tierra a las palmeras, a los helechos, a los guayabos. Como resultaba irrelevante trepar piedras al barco, lo era el abandonar a las flores.

En ‘El jardín’, un poema que podría ser sobre la primera pareja, Louise Glück mira a un hombre y a una mujer plantando chícharos como nadie lo había hecho antes. Después de soltar las semillas, ella lo acaricia en la hierba delgada con los dedos humedecidos por la lluvia. Y en ese instante, el anticipo:

incluso aquí, incluso al principio del amor
la mano de ella, al abandonar su cara
traza una imagen de despedida
y ambos se sienten
libres de ignorar
esa tristeza.

Gozar de lo que amamos sin la ansiedad de perderlo. Cada quien puede ser fiesta para sí mismo. Para ponernos a salvo hay que aprender a ocultarnos, a replegarnos en nosotros mismos. Aprender a vivir sin necesidad de ser vistos y abrazar la compañía de la soledad. A Montaigne le parecía indispensable tomar distancia Levantarle un muro a los ruidos y a las miradas; huir de toda tentación de hazaña. En esa trastienda íntima podemos sumergirnos en las dichas del ocio. La pereza es buena amiga de la libertad. Cuenta Montaigne, citando a Séneca, que hubo un viajero que regresó tan tonto de su viaje como había salido. Claro, le creo, “se había llevado consigo”.

Julio Torri no padeció, como tantos otros, el deseo de tener razón siempre. Sabía que no hay que exprimir la última gota del limón; que hay que hacer, de la escritura, más insinuación que sentencia. Quiso escapar de la mirada, rechazó la atención del público. Lo dejó dicho en un aforismo que lo retrata: “El gozo irresistible de perderse, de no ser conocido, de huir”.

Alfonso Reyes, el hombre que se sintió cobarde, se atrevió a cultivar las letras y la diplomacia como asideros de convivencia. Nuestro Montaigne tuvo el arrojo de dudar cuando se convocaba al batallón, al linchamiento, a la consigna. Mientras los bandos encapsulan sus ideas, el humanista escapó con elegancia de la trampa maniquea.