Volví y volví con un antojo. Hoy quiero las comidas que no son una sola comida. Volví aburridísimo de las altas cocinas –omakases, tan prepandemia–, aburridísimo del menú degustación y el mugre platito multiplicado por 10 o 12 tiempos. Aburrido del aburrimiento y la insatisfacción intrínsecos a la sentada de 2 mil 500 pesos por persona.

Quiero la fiesta, el cotorreo, la horchata: el revoltijo; quiero el plato que aprovecha otros platos –de preferencia los de ayer, para no desperdiciar– y los convierte en un nuevo plato. Quiero arroz frito.

Antes de pasar a lo siguiente, aclaremos: hay al menos dos tipos de arroz frito. El que se fríe antes de cocerlo –ahí tienen sus risotti, sus paellas, sus arroces a la mexicana– y el que se fríe después de cocido. Mi antojo, ese que me despierta en la sudorosa madrugada y me ha mantenido vivo desde que empezó el año y descubrí el terrible engaño de mi mejor amigo y mi exnovia (¡qué lugar común!), es el arroz frito después de cocido. El arroz de ayer reaprovechado y frito para hoy.

El arroz, por ejemplo, de restaurantes chinos como Hong King en la hermosísima calle de Dolores, antes de llegar a La Alameda, que hay que comer con soya oscura. O el de La Isla de los Dragones en Motolinía (probablemente el restaurante más lleno del Centro de la Ciudad). También el de Ka’loc, un café azul casi morado que vive en las apps de mi teléfono.

El universo del “arroz mixto”

Ese arroz es lo que en cualquier lado del mundo se llama arroz mixto. Lo recuerdo todavía, con la cara desvelada, la ternura en la sonrisa y el verano a sus espaldas: cada grano separado de otros granos, cada pedacito de camarón, de carnitas rojas de cerdo, de zanahoria o zapallito notable en su propia existencia, su ser yo, y a la vez estar todos sazonados por una bella membrana pareja de sal, soya, pimienta blanca. Eso que los hace ser un solo arroz, un platillo en lugar de una suma de ingredientes: camarón, cerdo, pollo, zanahoria y zapallo.

“Arroz mixto” en lugar de “arroz con vegetales” o “arroz con camarón”. “Arroz mixto” es intercambio, mestizaje, orgía. Es la tremenda dicha de conocernos y jugar a que estamos juntos y no nos engañamos. Se puede, aunque otras personas no lo crean.

Es también el arroz kurozu cha han de Lazy Susan, en Little Tokyo, arroz que a diferencia de los anteriores termina tinturado de negro por la adición de un vinagre nigérrimo (mi apuesta es la marca Koon Chun, aunque nadie me ha revelado la verdad) y viene con cerdo, huevo y una nada despreciable espinaca.

Y el arroz shangai de Fisher’s –tal vez mi segundo restaurante favorito de la ciudad de las mentiras–, fascinante monte de Venus de camarón, almeja, pescado salteado, huevo y tallo de cebollita cambray. La soya con cítricos que viene en un moldecito al lado hace creer que la muerte pudiera evitarse.

Es también arroz: el chaufa de El Mercadito Peruano, ahí en San Juan, con camarón, calapulpo y pescado fritos en wok “a fuego bien fuerte” (dicen, literal) con jengibre en forma de licuadito jugoso, terminado con una crema de ají ligeramente brava. Es un plato de humanos y de esa característica humana: la migración, el viaje.

La vida humana está en otra parte y para que ese chaufa esté en San Juan se necesitaron los viajes de gente china hacia Perú y se necesitó racismo, muerte, resistencia y nueva migración de gente peruana hacia lo que llamamos México y su establecimiento y supervivencia en la ciudad de los feminicidios.

Exactamente lo mismo, pero por otra vía, se necesitó para que el arroz mixto de Cantón Mexicali (ahí en la frontera de la Roma y la Condesa), subidito en vegetales, llegara a la Ciudad. Mixtura, espíritu misceláneo, sexo, aceptación del otro como humano.

Hermoso batidillo

Ahora bien, yo tengo otra propuesta. Está encima de todo esto. Lo he hecho y disfrutado en los últimos meses. Agarren el teléfono, vayan pidiendo arroces y guardando algunas sobras. Luego, un buen día, pongan lo que quedó de un arroz base –digamos el de Ka’loc con sus carnitas rosas– esparcido en un recipiente; encima, un montoncito del chaufa de El Mercado Peruano, que dará el golpe de jengibre; como pico de la pirámide, una punta del arroz negro de Lazy Susan para agregar acidez. Microondas, sin más.

Esto es arroz frito, arroz mixto. Es una cosa encima de otra, sin discusiones, sin nostalgia, sin enojo. Este hermoso batidillo es el gran logro de ser hermanas y hermanos. Esto es la nueva cocina mexicana. No. Borren eso. Es la nueva cocina del mundo. Tú y yo aglutinando arroces con la dicha por delante.

Ahora tú y yo sirvámonos este hermoso batidillo en el plato que se pueda. Si es posible, uno de melamina con motivos de la China milenaria. Topéemoslo con un poquito de la soya cítrica del Fisher’s, la mostaza casera de Cantón Mexicali y la macha de chiltepín del mercado de San Juan y comámoslo por fin bajo el horrible sol o la lluvia sin fin de la ciudad de los desastres.

“Hermoso batidillo”: así me decía mi novia, la que no me engañó. La que sí me amó y a la que sí amé. “Hermoso batidillo.” Eso soy. Pensándolo bien: eso somos.

Información: Alonso Ruvalcaba | Despierta con antojos. Es productor en “Pan y Circo” (Amazon Prime) y autor de “24 horas de comida en la Ciudad de México” (Planeta 2018). 
Edición y Diseño: Rodolfo G. Zubieta
Imágenes: Canva y Cortesía de los restaurantes
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