En un pequeño bote alquilado, Luz Encina, de 94 años, lleva un puñado de flores rojas. Cree que su hijo, uno de los miles de desparecidos por la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, puede estar en el mar.
Desde hace tres décadas, la mujer —hoy físicamente disminuida por la edad y que depende de su familia para trasladarse— viaja unos 110 kilómetros desde Santiago hasta el puerto de San Antonio, en Valparaíso, para cumplir con su ritual de agosto: arrojar claveles al mar con el deseo de que Mauricio “esté bien donde esté”.
“Los militares dijeron que tiraron varias personas al mar y ahí podría estar mi hijo”, señala Encina, una de las pocas madres aún con vida de detenidos desaparecidos.
El 5 de agosto de 1974, Mauricio Jorquera cumplió 19 años. Fue la última vez que Encina vio a su hijo, un universitario militante de izquierda.
Jorquera fue capturado por la policía política de Pinochet. Su madre lo buscó sin éxito en los centros a los que eran llevados y torturados los detenidos. Ni los militares ni la justicia le dieron respuesta.
Encina, con la foto de Mauricio adherida al pecho, presiente que su hijo fue arrojado al mar, quizá desde uno de los “vuelos de la muerte” organizados por el ejército para desaparecer los cuerpos de los prisioneros detenidos.
El miércoles, el Estado chileno se comprometió por primera vez a asumir la búsqueda de poco más de un millar de detenidos desaparecidos, a través de un plan lanzando por el Presidente Gabriel Boric en vísperas de los 50 años del golpe militar que instaló la dictadura de Pinochet (1973-1990) por casi dos décadas.
Sin lágrimas
Durante décadas, la búsqueda de los desaparecidos corrió a cargo casi exclusivamente de las familias, hallando los restos de 307. Todavía se desconoce el paradero de otras mil 162 víctimas.
Encina fue una de las invitadas al acto que encabezó Boric. Con pocas esperanzas, cree que podrá recibir alguna noticia sobre su hijo.
“Tengo mucha fe, yo creo que todo va a salir bien”, señaló la mujer a la AFP tras el lanzamiento del Plan Nacional de Búsqueda de Verdad y Justicia.
En Santiago, Emilia Vásquez, de 87 años, camina por la calle donde vio crecer a sus cinco hijos. En el final del pasaje hay un mural con el rostro de su primogénito, Miguel Heredia, desaparecido el 26 de diciembre de 1973, cuando tenía 23 años.
Efectivos de la Fuerza Aérea lo sacaron de su lugar de trabajo y lo trasladaron a un centro de detención, a donde llegó Emilia para darle frazadas y medicamentos, pero no pudo verlo.
Heredia militaba en las juventudes comunistas, de niño sufrió un enfermedad que le dañó el pulmón de por vida. Fue bombero voluntario.
Tras la detención de su hijo, los militares allanaron la casa familiar y se llevaron casi todas sus pertenencias, incluido el traje de bombero, evoca Vásquez.
La mujer se enteró luego que Heredia fue entregado al Ejército y recluido en el regimiento de Tejas Verdes, en San Antonio, uno de los principales centros de detención y torturas de la dictadura.
Hasta allá también fue su madre, pero tampoco le dieron noticias sobre la suerte de su hijo. Vásquez recuerda haber llorado amargamente frente a la sede militar.
Casi cinco décadas después siente que se le secaron las lágrimas. Apenas le brillan los ojos.
“Este es mi llanto, el que usted ve”, se lamenta.
Sin el hallazgo de los cuerpos, la justicia chilena comenzó a tratar el caso de los desaparecidos a la fuerza como un “secuestro permanente”, para evitar que quedaran cobijados por una Ley de Amnistía para el período 1973-1978, cuando se cometieron los crímenes más cruentos de la dictadura, que dejó más de 3 mil 200 muertos y desaparecidos.
En 2014, seis militares en retiro fueron condenados a entre 5 y 15 años de cárcel por el secuestro de Miguel Heredia. En marzo pasado, la Corte Suprema condenó a 59 ex militares por el “secuestro y tortura” de 16 militantes de izquierda, entre ellos Mauricio Jorquera.
Sin embargo, no se pudo determinar dónde están.