Antes de los obstáculos, las calandrias y Gengis Kan, estaban los centauros. Los huesos de los primeros jinetes, también se vinculaban con los del caballo: a falta de técnica y silla, ambos tenían fracturas en la columna. El caballo, domesticado 2 mil 500 años, A.C., al contrario de otros animales cuyos cuerpos usamos, tiene agencia frente al nuestro.
Quienes montan saben que el verbo, aquel verbo que implica dominación, servilismo y pasividad, es insuficiente.
Uno impulsa los cascos traseros, levanta las patas frontales; el otro flexiona las rodillas, se eleva de la silla, y ambos saltan. Inseparables movimientos, equinos y humanos, hacen la armonía que hace a lo hípico tentar con lo épico.
En el Longines Global Champions Tour México, como en todo concurso de salto, esta continua armonía se enfrenta a la discontinuidad de la entropía y el tiempo: jinete, caballo: binomio: deben saltar una serie de obstáculos, buscando un balance entre las prisas que tiran las vallas y los incesantes segundos que determinan la posición en el podio.
Resultó victorioso el dúo conformado por el belga, Nicolas Philippaerts, y, el zangersheide de humilde nombre, ‘H&M Luna Van’t Ruytershof Z’. En su poema, ‘Ariel’ (nombrado en honor a su caballo), Sylvia Plath también alude a esta simbiosis. Sin embargo, en sus versos, la unión no viene de la continua armonía, sino el discontinuo caos. «Stasis in darkness.», dice la primera línea, antes de que Ariel se desboque, forzando a quien la monta a encontrar un ritmo imposible, asirse a ese «brown arc of the neck I cannot catch», hasta que, finalmente, entre la aceptación a la muerte, jinete y Ariel, se vuelven una.
Erosión de identidades entre el implacable viento del instinto. Rota la unión de la armonía (aquella que humaniza al caballo), se revela la unión del caos: la que animaliza al humano.
Muchos creen que el centauro, por tener torso de humano (y por ende, también, cabeza), simboliza el dominio de nuestra parte animal.
Irónicamente, para los griegos, estos seres representaban la esclavitud a las pasiones. Nada hay más ajeno a esto que aquellos humanos caballos que compitieron el domingo pasado.
Otra cosa opino de nosotros, los espectadores, es que a falta de saber diferenciar entre crin y maslo, simplemente, fuimos a pasarla bien.
Violentado por el calor, las náuseas y la desvelada, buscaba la belleza ecuestre, buscando olvidar aquellas ideas de guerra, muerte y cataclismo que la cruda me metía a la cabeza y que eran de medio mal gusto externar entre cocteles de camarón y cervezas, al silencio de los que si les importa el deporte y la bulla que hacía eco al coro de ‘México’ del MIS: ‘México, México, rra, rra, rra’. Inevitablemente, comencé a envidar a los caballos, ya no sólo por sus remolques con aire acondicionado, sino porque, al contrario de los humanos -ya sean domesticados, rebeldes, caóticos o armoniosos-, ellos nunca cargaran con nuestra condena: aquella de ser seres discontinuos, conscientes de la continuidad.
Ariel, también se titula una colección de poemas de T.S. Eliot: en ‘Marina’ se encuentran las líneas que retumbaban en mi cabeza, mientras que en el Campo Marte resonaba la Marcha de Zacatecas: ‘Quienes sufren el éxtasis de los animales, queriendo Muerte/Se han vuelto insustanciales, reducidos por un viento…’
Héctor Maccise Rojo, escritor