UN LEGADO PERDURABLE
DR. LUIS ARRIAGA VALENZUELA, S. J.
RECTOR DE LA UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA–CIUDAD DE MÉXICO
A la memoria del Dr. Luis García Orso, S.J., profesor de la Universidad Iberoamericana

Hace un par de años, en Roma, participé en una reunión con rectores de universidades jesuitas latinoamericanas. Poco después de este encuentro, y a nombre de la Universidad Iberoamericana, le entregué al Papa Francisco una declaratoria sobre el uso ético de la Inteligencia Artificial. Se trató de una audiencia donde fue patente su talante cálido y sencillo, su buen humor y renuncia al protocolo. Estos días he vuelto a esa imagen, que para mí resume gran parte de su papado: un esfuerzo generoso de leer los signos de los tiempos y, a la vez, anclar su acción en la tradición más profunda de la Iglesia.
Es inolvidable aquella noche en que se presentó a Jorge Mario Bergoglio como Francisco, quien eligió un nombre que era ya toda una declaración de principios. Casi quinientos años después de la fundación de la Compañía de Jesús, el mundo vio al primer Papa jesuita.
Francisco abrazaba el peso de la historia, pero también la urgencia de innovar con audacia. Como Ignacio de Loyola, no dudó en avanzar hacia nuevas fronteras, con una mano firmemente asida a la tradición y la otra tendida hacia los desafíos contemporáneos. No es casual, por ello, que su partida haya sido lamentada tanto por quienes compartían con él una misma fe, como por personas de otras comunidades religiosas, e incluso por no creyentes o desencantados con la religión.
A continuación, detallaré cinco ejes fundamentales que perfilan su legado: su entendimiento de la geopolítica desde la periferia, su preocupación por la migración de las y los excluidos, su impulso a la paz, su visión de la reforma eclesial y la impronta jesuítica que animó cada uno de sus gestos. Estos ejes — argumentaré— configuran un legado perdurable y de primera relevancia.
1. Geopolítica de la periferia

Francisco no fue un líder en el sentido tradicional: no se posicionó como árbitro de potencias. Más bien fue una voz surgida desde las periferias. Su lectura de la política internacional estuvo marcada por la opción preferencial hacia las y los olvidados, “las y los descartados”, en sus palabras. Desde su elección, planteó una crítica radical a un sistema global que genera exclusión, violencia y destrucción ambiental, cuyas víctimas tienen nombres e historias propias, como nos lo recordó.
Su concepción geopolítica fue teológica: el mundo no se divide entre vencedores y vencidos, sino entre quienes promueven la dignidad humana y quienes la niegan. Desde “Laudato si’” hasta “Fratelli tutti” —sus encíclicas más conocidas—, pasando por su postura ante la pandemia, su insistencia en una ecología integral y en la fraternidad universal, Francisco apeló a una profunda conciencia de nuestra interdependencia entre todos los seres vivos.
“Nadie se salva solo”, nos dijo con palabras y actos una y otra vez. Fue desde esta visión, por cierto, que no dudó en defender una democracia robusta, criticando tanto a la demagogia que activa la polarización sobre la base de las desigualdades que han dejado las últimas décadas de modelo económico fallido, como a la frivolidad de las soluciones elitistas que excluyen de la participación política a las mayorías empobrecidas.
2. Migración: el dolor del desarraigo

Anticipando lo que sería su pontificado, Francisco eligió como primer destino a Lampedusa, la pequeña isla italiana alrededor de cuyas aguas miles de migrantes africanos han encontrado la muerte. En un altar preparado con maderas de barcas naufragadas, Francisco suplicó el perdón por nuestra indiferencia ante el sufrimiento de las y los otros, particularmente de las personas en situación de movilidad. Gestos similares se repetirían a lo largo de los 12 años de su papado.
Como hijo de migrantes, el Pontífice latinoamericano conocía bien el dolor del desarraigo y la nostalgia que corre por las venas de quienes han tenido que abandonar su tierra natal.
“Cuando perdemos esa nostalgia, abandonamos también a nuestros mayores”, dijo alguna vez evocando a su abuela Rosa, quien había llegado a Buenos Aires desde el norte de Italia.
Unos meses antes de morir, Francisco todavía tuvo la fuerza para escribir a los obispos estadounidenses: “He seguido con atención la importante crisis que está teniendo lugar en los Estados Unidos con motivo del inicio de un programa de deportaciones masivas. La conciencia rectamente formada no puede dejar de realizar un juicio crítico y expresar su desacuerdo con cualquier medida que identifique, de manera tácita o explícita, la condición ilegal de algunos migrantes con la criminalidad”. Toda una lección sobre cómo plantarse ante el auge del supremacismo y la xenofobia.
3. Pacificador en un mundo dividido

La voz de Francisco se alzó con firmeza contra las guerras contemporáneas, desde los conflictos en Siria hasta la devastación actual en Gaza, además de la invasión a Ucrania.
Su llamado no fue ambiguo: condenó la violencia —viniera de donde viniera—, denunció el tráfico de armas y pidió a los líderes mundiales actuar con “creatividad diplomática” para detener la deriva bélica. Sumado a estos posicionamientos públicos, durante su papado se realizaron incontables gestiones diplomáticas discretas para alentar la resolución pacífica de conflictos.
Francisco advirtió con claridad: “Cualquier guerra es una derrota, una pérdida para la humanidad”. No temió señalar las raíces estructurales de los conflictos: la injusticia, la exclusión, el olvido de los pueblos y el resurgimiento de nacionalismos intolerantes. No olvidó poner en evidencia la necesidad de actuar desde una ética de la compasión orientada a la reducción del sufrimiento humano, y no desde el cálculo de las alianzas geopolíticas.
Sabía que la paz verdadera implica justicia social, diálogo honesto y reconciliación con la memoria de las víctimas. Es decir, un proceso integral de reencuentro, reconocimiento y perdón, que no por ello renuncie a la justicia y a la verdad. Como argentino, sabía bien que una reconciliación que fuera impuesta sobre el silencio de las víctimas, el olvido y la impunidad, no sería más que simulación. No se limitó a pedir treguas; propuso repensar el sistema mundial que normaliza la violencia.
4. Reforma eclesial: semillas sembradas
Francisco impulsó una de las transformaciones eclesiales más profundas desde el Concilio Vaticano II. Contrario a lo que señalan algunos de sus críticos —quienes han relegado la urgencia de cambios efectivos—, no se le puede desmerecer la puesta en marcha de reformas trascendentes, sobre todo si éstas se analizan desde la dimensión temporal de una institución milenaria, como lo es la Iglesia católica. Sembrar puede parecer insuficiente desde los apremios del presente, pero no le parecerá así a quien más adelante coseche con provecho los frutos plantados.
En primer lugar, reformó —enfrentando a una oposición inédita y no menor— la Curia Romana para convertirla de un aparato de vigilancia doctrinal a un instrumento de servicio misionero. Laicos y mujeres accedieron a puestos de decisión antes impensables: una clara muestra de modernización administrativa y de conversión pastoral, que sin duda puede profundizarse. Es deseable que esto ocurra sobre todo respecto a la participación de mujeres en espacios de poder eclesial, lo que es apenas incipiente.
La sinodalidad fue otro de sus grandes legados: organizó el proceso de consulta más amplio en la historia de la Iglesia, con el fin de que obispos, religiosas y especialmente las y los laicos discernieran juntos los caminos de la comunidad cristiana. Sobre esto último, hay que recordar que en más de una ocasión criticó el clericalismo y llamó la atención a los jerarcas alejados de la gente, como lo hizo en la Catedral durante su visita a México.
En el ámbito pastoral, “Amoris laetitia” —exhortación apostólica publicada en 2016— marcó un hito. Introdujo el discernimiento como principio rector para acompañar a personas divorciadas vueltas a casar, para acercarse con respeto a las personas LGBTI+, y para afirmar que la Iglesia debe ser más un hospital de campaña que un tribunal de condenas.
Respecto a la crisis provocada por los deleznables abusos clericales en contra de niñas, niños y adolescentes, Francisco externó —como lo hizo en Francia, en 2021— su vergüenza como máxima autoridad de la Iglesia. Actuó en consecuencia, en un proceso no exento de dolor, contradicciones y resistencias, que, desde luego, debe proseguir y que, comprensiblemente, puede parecer aún insuficiente.
Además, promovió una mayor transparencia financiera, con auditorías externas y reformas en el Instituto para las Obras de Religión. En sus esfuerzos por combatir la corrupción interna, mostró que la conversión de la Iglesia pasa también por la rendición de cuentas y la legitimidad de su administración económica.
Como han señalado algunos analistas, con estas reformas —y con múltiples gestos, que al venir de un Papa no son menores— Francisco enseñó con claridad la centralidad de la misericordia, lo que acentuó su papel como una fuerza moral de cambio en un mundo cada vez más lastimado.
5. La impronta jesuítica: discernir en la tensión
Sería imposible comprender a cabalidad el pontificado de Francisco sin considerar su identidad como jesuita. Preguntado alguna vez por el rasgo más característico de esta tradición, respondió sin dudar: el discernimiento.
En la vida jesuita, éste es el arte de buscar y elegir lo que más conduce al amor, a través de una reflexión profunda. El discernimiento, tal como lo entendemos los jesuitas, es una de nuestras señas distintivas. Y dado que tomar decisiones es inherente a la condición humana, se trata de una forma de estar en el mundo especialmente pertinente ante las complejidades de la vida contemporánea, tanto para creyentes como para no creyentes.
Francisco mostró cómo ejerce el liderazgo una persona que discierne. No impuso su autoridad desde certezas inamovibles. Escuchó tanto como habló y supo situarse siempre en la tensión entre los extremos: hizo de esa frágil frontera un lugar de escucha y de fecundidad propositiva. Como Roberto de Nobili, Matteo Ricci e Ignacio Ellacuría, entendió que vivir en las tensiones —entre tradición e innovación, entre misericordia y verdad, entre universalidad e identidad— no necesariamente debe ser motivo de desgarradura, pues puede ser más bien fuente de creatividad.
Así también, inspirado en la tradición jesuita, asumió que el “servicio de la fe” pasa necesariamente por la promoción de la justicia. Su papado fue una lectura constante de los dolores que vivimos en esta época: escuchó el sentir del pueblo, sobre todo de los pobres, y se dejó interpelar por la historia.
Sus decisiones de vivir en comunidad en la Casa Santa Marta, de usar un coche sencillo, de preferir gestos simbólicos de sobriedad, resaltaron este mensaje.
En suma, Francisco supo marcar un camino que discurre entre la continuidad de una Iglesia milenaria y su necesaria adaptación a estos tiempos. Nos enseñó que la fidelidad a la Iglesia no consiste en repetir inercialmente fórmulas del pasado, sino en recrear sus enseñanzas centrales en el aquí y el ahora de nuestra historia.
Hoy, mientras el mundo atraviesa profundas convulsiones, su legado nos deja una larga e inspiradora hoja de ruta: regresar a ver a las periferias, trabajar por los olvidados, construir paz con justicia, reformar desde dentro —con responsabilidad, pero sin miedo—, y discernir en medio de las tensiones.
En tiempos donde abundan liderazgos políticos autoritarios y demagógicos; en tiempos de posverdad y polarización; en tiempos donde la religiosidad no atrae a las juventudes que buscan sentido —pues las aleja el dogmatismo, la rigidez y la incongruencia—, Francisco fue un líder ético que mostró que la verdad, la misericordia, el diálogo y la congruencia entre el decir y el actuar pueden aún tener lugar en el ámbito de lo público. Por eso cautivó a propios y extraños y por eso, también, su partida ha dejado un gran vacío.
La tarea que tienen por delante los cardenales que participarán del cónclave puede contribuir a que este legado perdure. Desde una perspectiva creyente, confío en que así será. Y sé, pues así lo he constatado en estos días tras su muerte, que muchas personas de buena fe comparten esta misma esperanza, incluso sin asumirse parte de la Iglesia católica.
Y es, aludiendo a esa esperanza que compartimos creyentes y no creyentes, como quisiera concluir, pues estoy convencido de que en última instancia parte del perdurable legado del Papa es habernos recordado que la esperanza une sin distingos a la humanidad porque “está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor” (FT, párr. 55).
NI PRESIDENTE NI CEO, ES EL VICARIO DE CRISTO
SANTIAGO GARCÍA ÁLVAREZ
RECTOR DE LA UNIVERSIDAD PANAMERICANA
Polarización, desigualdad, pobreza, explotación, ansiedad, migración, desastre ecológico, inseguridad. Derechos humanos, digitalización, nuevas realidades geopolíticas. Solidaridad, justicia, paz, caridad, respeto a la vida. La lista podría seguir. El mundo actual enfrenta múltiples desafíos, tensiones y oportunidades. Es una realidad multicausal, compleja, poliédrica, tan difícil como apasionante. Esa es la circunstancia histórica que recibirá el nuevo Papa.
La primera tentación sería esperar que el próximo Pontífice resuelva cada uno de estos problemas o encabece ciertas agendas. Si bien la Iglesia tiene influencia en la cultura y la vida social, esa no es su misión principal. Por eso conviene empezar por ahí, antes de abordar tareas concretas: el mayor desafío de un Papa es hacer presente a Cristo en la vida de las personas. Por eso es llamado el Vicario de Cristo.
Vida interior. Fe profunda. Llevar el Evangelio a todas partes
De lo que casi nadie habla en la opinión pública es del hecho de que un Romano Pontífice debe tener una profunda vida interior. No se podría concebir un Papa sin vida sacramental, sin eucaristía, sin largos ratos de oración, sin intimidad con Dios, sin fe, esperanza y caridad. Aunque es cierto que el último siglo nos ha regalado pontífices ejemplares en ese sentido, la historia muestra que no siempre ha sido así.
Si incluso en el plano humano los criterios de management no se aplican de forma idéntica en una empresa, un gobierno o una ONG, con mayor razón resultan insuficientes para comprender la lógica que rige la elección de un líder religioso. La diferencia no es solo estructural, es cuántica, cuando se introduce la dimensión espiritual, que trasciende lo meramente organizacional. En el ejercicio del gobierno pontificio debe prevalecer una visión religiosa, una lógica que no se apoya sólo en lo humano.
En El loco de Dios en el fin del mundo, Javier Cercas narra su experiencia al ser invitado por el Vaticano a acompañar al Papa Francisco a Mongolia y entrevistar libremente a figuras eclesiales. El libro, escrito desde la mirada de un ateo fascinado por la complejidad de Francisco, destaca la labor silenciosa de muchos misioneros y la dimensión profundamente misionera del Papa. Cercas concluye que, si la Iglesia retomara con fuerza esa vocación, podría acercar más a Cristo y tener un impacto transformador.
En esa línea, antes que plantearse cualquier estrategia de ayudar a resolver problemáticas sociales, el nuevo Papa tendría que proponerse llevar a Cristo a numerosos lugares en el mundo, transmitir su palabra, ilusionar a las personas con su mensaje, intentar cambiar vidas positivamente a través del enorme tesoro del cristianismo.
Dar certeza a los que dudan; sentido de vida a los que trabajan; alegría a los que menos tienen; seguridad a los que enfrentan miedos. No hay persona en el mundo, de cualquier religión, circunstancia o continente, que no pueda recibir luz de estos contenidos. A los cristianos, además, les proporciona todas las herramientas para vivir con plenitud y alegría su fe en medio de sus circunstancias profesionales o personales.
El Papa Francisco optó por una estrategia misionera centrada en el testimonio de vida, evitando el “proselitismo” y confiando en que la fe vivida atrae por sí misma. Una decisión, a mi juicio, acertada. En ese sentido, aunque las cifras no deberían obsesionar a la Iglesia —Cristo actuó desde las minorías—, los datos ayudan a discernir cómo comunicar mejor el Evangelio. Contra la intuición occidental, el catolicismo ha crecido de 1,086 millones en 2005 a 1,406 millones en 2025, especialmente en África y Asia.
Con referencia al crecimiento, hay una idea que me gustaría subrayar. Mientras la Iglesia anglicana ha flexibilizado muchas posturas para acercarse al mundo contemporáneo, la Iglesia católica ha mantenido una línea más tradicional. Ahora hay menos anglicanos en el mundo que en 2005 y muchos han migrado al catolicismo. Paradójicamente, es en esta última donde más personas parecen encontrar respuestas, lo que muestra que adaptar las normas a la cultura dominante no siempre fortalece la fe o aumenta los números.
¿Aspectos prioritarios dentro de la Doctrina Católica?
Cada Papa ha puesto el acento en ciertos temas sin descuidar el conjunto. Juan Pablo II impulsó la nueva evangelización, la Teología del Cuerpo y el diálogo entre fe y razón. Benedicto XVI profundizó esa relación, advirtió sobre la dictadura del relativismo y emprendió reformas que continuó Francisco: reorganización de la Curia, lucha contra abusos y apertura a las mujeres en roles relevantes.
Francisco ha insistido en ir a las periferias, acercarse a los excluidos y proclamar la misericordia. Los enfoques de estos tres Papas son distintos, pero plenamente católicos: expresan la riqueza y diversidad del cristianismo.
Al nuevo Papa le tocará discernir qué temas priorizar, cómo abordarlos y con qué tono: mantener la firmeza doctrinal sin perder la cercanía; acoger sin relativizar; distinguir el pecado del pecador. Vivir la verdad con caridad y la caridad con verdad: una tarea tan urgente como difícil.
El mundo enfrenta múltiples crisis —políticas, económicas, ecológicas y existenciales— muchas de ellas con raíces éticas: egoísmo, injusticia, desprecio por la dignidad humana y la naturaleza. Frente a esto, la Iglesia ofrece una mirada distinta, no basada en consensos democráticos, más bien en la convicción de que el Espíritu Santo la guía.
Aunque criticados, los Papas sostienen posturas firmes no por rigidez, sino por fidelidad a un mensaje recibido, que refleja una visión integral del ser humano. Puede no compartirse, pero su coherencia merece respeto. La moral, bien explicada, no es represión: es un marco para vivir con mayor plenitud.
Entender a Dios exige humildad; hay verdades que rebasan nuestra lógica. Tras años de estudio, he encontrado en el pensamiento católico una racionalidad profunda, aunque distinta. Como recordaba Robert Barron, no todo lo que aprueba la mayoría es moralmente bueno: basta preguntarle a la gran mayoría de americanos que querían que la bomba atómica se arrojara en Japón en 1945. Por eso, como decía Benedicto XVI, más que decisiones democráticas por pugnas ideológicas, necesitamos referencias éticas estables, donde las grandes tradiciones religiosas pueden ofrecer una guía confiable.
¿Posiciones políticas? Fidelidad inquebrantable
El sucesor de Francisco deberá mantener la autoridad moral que sólo se conquista cuando la palabra de la Iglesia no se percibe como cálculo geoestratégico, sino como defensora de principios universales como la paz, la caridad o la justicia.
El Papa no debe ser de izquierdas ni de derechas; es más, son categorías humanas que se aplican a conceptos políticos, pero que no son acertadas para encajonar a un líder espiritual.
El Papa defiende principios inalienables de la persona humana, independientemente de que países estén involucrados o cuál sea la tendencia de uno u otro gobierno, y ahí debe radicar la raíz de sus planteamientos. El Papa puede proponer principios más generales, que sirvan a sistemas más socialistas o más capitalistas, donde se defiende la dignidad humana, la libertad o la fraternidad.
Muchos temas deberán abordarse en los próximos años. El nuevo Papa deberá elegir sus prioridades entre múltiples desafíos: defender la dignidad humana; promover la ecología, también en su dimensión antropológica; acompañar a los migrantes; ejercer una sinodalidad que escuche y busque la voluntad de Dios; y dotar a los católicos de herramientas para vivir su fe en un mundo digital.
La Iglesia debe saber comunicarse con los jóvenes, inspirarlos a amar, comprometerse con el bien y descubrir la belleza de una vida con sentido. También fortalecer la familia, promover la vida y acompañar espiritualmente a los profesionales, fomentando liderazgos éticos, el arte como vía hacia lo trascendente, y el diálogo con la ciencia y la cultura. Es urgente abrir caminos para el encuentro con Dios en la vida cotidiana, especialmente a través del protagonismo de los laicos, clave para una nueva evangelización.
A pesar de errores humanos, la Iglesia ha conservado una notable coherencia doctrinal y moral durante más de dos mil años, algo que, para quienes creemos, solo se explica por la acción del Espíritu Santo, especialmente en decisiones que tocan la verdad revelada.
Por eso el Cónclave es, ante todo, un acto espiritual: oración, silencio y docilidad a Dios, no cálculos políticos. Esa es la diferencia profunda entre un Papa y un CEO o jefe de Estado.
Aunque deba gobernar, su misión no es la eficiencia, es la fidelidad. No representa un proyecto personal, sino a Cristo. Su liderazgo es servicio, y su voz, si es auténtica, es la del Espíritu. Si logra eso, será un buen Papa. Y eso es lo que deseo, con esperanza, para la Iglesia y el mundo.