ANA BLANDIANA

UNA ESCRITORA REBELDE

SUS INICIOS

Otilia Valeria Coman, de nombre literario Ana Blandiana, nació en Timisoara, Rumania, el 25 de marzo de 1942.

  • “Hija de un ‘enemigo del pueblo’, se le prohibió estudiar en la universidad tras la aparición en 1959 de su primer poema en una revista”, en plena dictadura comunista (1947-1989), describió el jurado del Premio Princesa de Asturias, el más importante en lengua española.
  • En 1964 publicó su primer libro de poemas, Primera persona del plural; pero fue dos años después cuando hallaría el éxito con El talón vulnerable.
  • El grueso de su obra, más de una decena de libros, está dedicado a la poesía, pero también ha publicado cuentos, un par de novelas y ensayos.
La escritora trabajó como bibliotecaria en el Instituto de Bellas Artes de Bucarest. Imagen cortesía Editorial Periférica.

ESCRITORA DE CULTO

Tras la revolución que acabó con el régimen de Ceaucescu en 1989, inició su vida política con una campaña que promovía la eliminación del legado comunista.

  • La escritora se distinguió durante ese periodo por una sutil rebeldía que la llevó durante años a vivir como una exiliada en su propio país, debido a su poesía anticomunista que no necesitaba ser explícita.

YO CREO
Yo creo que somos un pueblo de plantas,
de otra manera, ¿de dónde sacamos la calma
con que esperamos ser deshojados?
¿De dónde el valor
para empezar a deslizarnos en un tobogán de sueños
tan cerca de la muerte,
con la certeza de que podremos
nacer de nuevo?
Yo creo que somos un pueblo de plantas,
¿Quién ha visto
a un árbol rebelándose?

PARA LEERLA

Traducida a más de 20 idiomas, en español se han publicado:

  • Además del Princesa de Asturias, ha sido reconocida con premios como el Internacional Vilenica (2002), el Poeta Europeo de Libertad (2016) y fue distinguida con la Legión de Honor francesa y doctorados Honoris Causa por las universidades de Salamanca y de Sofía, Bulgaria, entre otras.
Ana Blandiana es presidenta de honor del PEN de Rumania e integrante de la Academia Mundial de Poesía (Unesco). Foto: Daniel Mihailescu / AFP.
  • Con autorización de editorial Periférica, publicamos un fragmento del relato “Reportaje”, que se incluye en el libro Proyectos de pasado.

Me encontraba en una gran ciudad, tal vez en el mismo París, y estaba mirando por la ventana. No sé por qué he dicho “tal vez en el mismo París”, ya que no recuerdo los detalles que me hicieron suponer que se trataba de París y no de otra metrópoli. De todas formas, era una ciudad muy grande, porque desde donde yo estaba, mirando en derredor hasta muy lejos, hasta donde la tierra se difumina, se vuelve gris y casi imperceptiblemente da paso al cielo, no se veían más que tejados. Tejados y chimeneas. Debía de hallarme en algún lugar elevado, en un piso muy alto, puesto que la ciudad mostraba a mis pies una superficie extensa de tejados y chimeneas. Estaba mirando casualmente por la ventana, fascinada por aquel Tibet inmenso de tejados con aleros, hojalata, chimeneas, veletas y tejas que se desplegaban bajo mi mirada, cuando repentinamente me di cuenta de que por una chimenea salía lenta, pero continuamente, agua. Al principio, apenas me llamó la atención, pero luego recapacité y pensé que una chimenea por la que sale agua, esto es, una casa en la que el agua y no el humo sube hacia arriba, era algo anormal. Pero, cuál no sería mi asombro cuando, desde otras tres chimeneas irrumpieron, sin dejar de elevarse, otros potentes chorros de agua en paralelo, parecidos a unas poderosas sondas en erupción. Al poco tiempo comenzaron también las otras chimeneas. Y la ciudad entera se transformó en un surtidor, con innumerables bocas de agua violenta. Parece ser que yo fui la primera en anunciar el peligro, porque también fui la primera en llegar a una colina de las afueras de la ciudad, que estaba rodeada ya por el agua como una isla. Poco a poco, de las olas emergieron también más personas. Se refugiaban y se amontonaban unas sobre otras en aquel promontorio, pero todas sabían que yo había sido la primera y que sólo a mí me correspondía el derecho a subirme en aquella delgada torrecilla de madera que se alzaba en lo alto de la colina y que, en breve, sería el último bastión que el agua habría de cubrir. Este fue el sueño que tuve durante aquella media hora en la que, finalmente, logré echar una cabezada antes de la salida del tren, y que, al tener, tal y como suele suceder, un poder de persuasión y una capacidad emocional más potentes que la realidad, constituyó no sólo un comienzo emblemático, sino también una especie de obsesión siempre presente, mezclada con los hechos, especialmente en los momentos de gran cansancio. Me había quedado dormida en la sala de espera de la estación después de que anunciaran que al retraso varias veces acumulado del tren se le añadían otros cincuenta minutos. Probablemente había caído en un sueño tan corto y profundo que el megáfono que me despertó, salmodiando la entrada del tren en la estación, retumbó primero en el sueño, anunciando la crecida definitiva de las aguas sobre el nivel de la colina que nos había acogido. Había pasado más de medio día en la estación, aguardando el tren que iba a llevarme hacia la desembocadura del río, hacia aquella zona donde se sabía que al cabo de unas pocas horas iba a llegar la riada: un torrente formado por todos los afluentes que habían desbordado las riberas y que, tras haber inundado numerosas localidades e inmensas superficies de tierra, se acercaba ahora de forma natural y catastrófica. Dañado por el agua, el terraplén de las vías férreas se había desmoronado (allí donde no se había derrumbado del todo) y, por miedo a descarrilar, los trenes circulaban lentos como unos caracoles que tantearan el trayecto con sus blandas antenas; su lentitud trastornaba el horario y, para no chocar entre sí, los convoyes se esperaban unos a otros a lo largo del recorrido y sumaban un retraso de muchas horas, a veces hasta diez, por lo que las estaciones habían adquirido ese aspecto de guerra, histérico y alucinante, cuando ya nada es seguro y cualquier novedad puede ser un desastre. El tren estaba lleno hasta los topes. Probablemente se habían cancelado otros, o, simplemente, como suele suceder en tiempos de desgracia, el pánico había cundido entre la gente y cada uno se imaginaba que existían muchas más posibilidades de salvación en otro lugar distinto a aquel en el que se encontraba. A esta agitación subjetiva y delirante se añadía el éxodo objetivo de los que, después de haber perdido sus casas, barridas por las aguas, se dirigían a las de los parientes que vivían en regiones menos afectadas por el siniestro, y que les iban a dar refugio. Seguía cayendo una llovizna cenicienta, como de otoño. Desde hacía más de dos semanas llovía casi sin interrupción en todo el país. Algunas mañanas descubría con asombro el silencio, dado que ya no se oía el constante chorrear del agua al que nos habíamos acostumbrado; el cielo parecía estar a punto de despejarse por alguna parte y todo el mundo empezaba a ilusionarse con la idea de que la pesadilla había terminado, cuando, sin saber cómo, la lluvia comenzaba a caer de nuevo y el cielo compacto y algodonoso parecía haber sido así desde siempre, y las franjas de nubes continuas empezaban otra vez a enrollarse y a empaparlo todo. Las gotas caían ahora sobre el vagón con una especie de canto parecido al de un grillo resonando aún más fuerte que sobre el tejado de mi casa. De hecho, el tren mismo avanzaba a través de una suerte de superficie gris sombreada por el agua, que se escurría a lo largo de las ventanas sin perder sus trazos paralelos. A través de sus líneas se veía el campo, cubierto por inmensas superficies de agua, y las manchas de tierra seca que habían logrado sobrevivir parecían fortuitas; eran simples charcos de tierra negra, fangosa, en medio de una extensa estepa líquida. Nada más amanecer, el gris del alba se superponía deprimente al gris aún más desolador de la lluvia. Parecía que el mismo universo nacía a la vez que el día de este magma húmedo, revelándose como un paisaje sin sentido y sin esperanza, en el que debíamos vivir según unas leyes todavía desconocidas. Todo era frío y húmedo, el final de mayo sólo se intuía en el derretir violento de las nieves. El panorama entero se estremecía frenéticamente con esta sensación de miedo ante el final de mi sueño, que aún recordaba. El tren avanzaba despacio, cada vez más lento, hasta que se paró: las aguas se habían tragado la tierra del terraplén y la vía de ferrocarril había quedado suspendida en el aire, torpe y frágil, parecida a la maqueta de un viaducto. No se podía pensar en una posible reparación, y después de la desorientación y espera inicial nos pusimos en camino, casi en fila india, a lo largo de la vía del ferrocarril, nos hundíamos en el lodo cuando no lográbamos sujetarnos al talud, empapados por los finos hilos de una lluvia que parecía no detenerse nunca. Anduvimos dos o tres horas, creo, a lo largo de aquella franja estrecha de piedras, acero y traviesas alquitranadas, con la mirada perdida en la extensión de agua a uno y otro lado de la vía. Todo tenía un aspecto ajeno a nuestro universo y parecía que el mundo fuera a crearse de nuevo.

Con información de Agencias.

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