Daniel de la Fuente
LA BUENA HIJA:
CLAUDIA EDITH CASTILLO RAMÍREZ
Marisela Ramírez Cano se disponía a cenar mientras veía por televisión las imágenes del incendio en el Casino Royale cuando su yerno le llamó para preguntarle si su pareja Claudia Edith Castillo Ramírez se había reportado.
“No, ¿por qué?”, le preguntó Marisela.
“Es que ella trabajaba en el Royale”, le dijo.
Contestó la madre: “No, ella trabajaba en el casino de Guadalupe”.
“Le llamaron de última hora del Royale para suplir a una compañera que faltó en el Bingo”, respondió el joven.
La cena terminó antes de iniciar.
La mujer, entonces de 52 años, empezó a marcar al Hospital Universitario y por suerte alguien contestó: había alguien con las características de Claudia, de 25 años, madre de Ángel y Carolina, apenas de 3 y 5 años.
Llegó con su hijo y, aunque primero les dijeron en la morgue que no estaba, se encontraron con el yerno, quien les dijo sin luz en la mirada: “Ya la encontré”.
“Fue…”, describe Marisela, “fue el momento más difícil de mi vida”.
La mujer no tuvo en ese momento corazón para decirles a Ángel y Carolina, por lo que los pequeños se la pasaron cerca de un ataúd cuyo contenido no podían ver.
“¿Quién está ahí adentro?”, preguntaba la niña. “¿Dónde está mi mamá?”.
Se los dijo hasta el entierro, lo que provocó un sismo. Piadosa, Marisela le dijo que ahora tenía un ángel en el cielo.
“¡Me hace falta!”, le gritó la niña, a lo que la abuela contestó, también desesperada: “¡A mí también me hace falta!”.
Claudia era la hija que más la procuraba. La que la veía muy seria y le decía: “¿Qué tienes, Marisela? ¡Ya, dime!”, y la madre le confesaba al fin que no soportaba los dolores en las rodillas, un achaque antiguo.
“Era la que me llevaba al médico, la que me sacaba a dar la vuelta”, cuenta. “La más alegre, la preocupona, la que trabajó desde niña porque siempre nos la pasamos en casas de renta”.
La vida se ensombreció mucho tiempo en aquella casa para la que nunca se cumplieron las indemnizaciones y los apoyos prometidos, por lo que los niños de Claudia se repartieron: Ángel con su padre y Carolina con la abuela, quien a los 52 años debió empezar de cero.
“Es una niña cumplida, los dos”, cuenta ahora. “Él está en secundaria, ella ya pasó a prepa, aún no sabe qué va a estudiar, pero yo le digo que ojalá, Dios quiera, me permita verla titulada. Ella me dice que así será”.
El rostro de Marisela se ilumina por primera vez cuando se le pregunta si la niña se parece a Claudia, a su hija.
“Toda su cara”, sonríe, “es su vivo retrato”.
'PAPÁ ERA SUPERMÁN':
RÓMULO BALDOMERO TAMEZ
Un día antes de la tragedia, Denisse Tamez Sánchez decidió pasar la noche en casa de sus padres porque su esposo estaba de viaje. Por ello, su padre, el médico Rómulo Baldomero Tamez Salazar llegó a la mañana siguiente, día del cumpleaños 29 de la joven con el desayuno, unas flores y la frase que siempre les repitió a ella y a Brenda, su otra hija: “Siempre contigo”.
“Tengo la imagen de ese día, en la mañana, despidiéndome en la banqueta como solía hacer”, cuenta la joven. “Le dije a mamá: ‘Ese adiós fue muy largo, eso me pareció’. Fue bonito”.
Denisse se fue a celebrar con amigos del trabajo su cumpleaños en la comida cuando recibió una llamada de su mamá, Dora Elia Sánchez: hubo un incendio en el Royale y no encontraba a papá.
De inmediato, la joven y sus amigas se dirigieron al casino y, aunque las compañeras le decían que todo estaría bien, una Denisse temblorosa iba anticipando la realidad: “Papá nunca hubiera dejado sola a mamá. Nunca. Era Supermán para nosotras”.
Encontró frente al casino a su madre descalza, tiznada por el humo y desorientada, y quien pudo salir por la azotea casi de milagro. Le llamó a su hermana, Brenda, quien se trasladó con su esposo desde su casa en Guadalupe, pero debió bajar del coche y correr desde El Capitolio porque el tráfico era imposible.
Enseguida, las tres recibieron la confirmación: el primer cuerpo sin vida en ser recuperado fue el de Rómulo, el ginecólogo e intensivista, el profesor querido de Tec Salud, el que presidió el patronato de Orquestas, Coros y Bandas Juveniles de Nuevo León y que amaba ir a su rancho en Cadereyta Jiménez, su tierra natal.
Lo despidieron en unas capillas llenas de gente que lo quiso mucho. Al tiempo, Brenda iría por el coche del doctor al corralón, dado que se lo llevó la autoridad, y al bajar la visera se percató de que cayó el recibo de un par de anillos.
Eran los que Rómulo había pedido para celebrar los 35 años de casados con Dora Elia. Pensaba en un viaje con amigos a Las Vegas, él vestido de Elvis, ella de Marilyn.
Ha pasado una década desde entonces y no hay día en que su esposa e hijas no recuerden a Rómulo, buen médico, gran hombre, profesionista, un suegro envidiable. Los nietos, quienes no lo conocieron, dicen que lo extrañan.
“Fue un gran hombre y nunca lo voy a olvidar”, comenta Dora Elia, quien lo conoció cuando ella tenía 14 años.
Las hijas menos lo olvidan. Ambas no pueden olvidar ese 25 de agosto, difícil.
Agrega Denisse: “Tanto lo extraño que tengo tatuada su frase: ‘Siempre contigo’. No está aquí, pero a la vez, sí”.
EL ÚNICO HIJO:
BRAD XAVIER MURAIRA PÉREZ
Para distraerse del estrés por una operación que le realizaron a su padre, Samara Pérez decidió ir con su hijo Brad Xavier Muraira Pérez a pasar el rato en el Casino Royale. El muchacho, que acababa de cumplir 18 años y trabajaba en un restaurante de comida rápido, venía ilusionado de adquirir un crédito para comprar un coche.
Animados, ambos entraron al casino: él se fue al área de ruletas y ella se quedó en la de máquinas.
“Fue la última vez que lo vi con vida”, comenta la mujer, a quien le tocó presenciar el arribo de los delincuentes, quienes de inmediato empezaron a vaciar la gasolina.
Por más que llamó a Brad entre el caos y el gentío, Samara no logró encontrarlo. Se dirigió hacia la barra y ahí presenció a unos hombres que les pidieron a los empleados que se quitaran las cangureras donde traían efectivo. Samara los siguió por la puerta por la que salieron y de pronto se encontró en la calle aledaña al negocio.
Como el resto llegó al Semefo a buscar entre fotos de regiomontanos sin vida cubiertos de hollín a su muchacho, al que finalmente pudo identificar por la ropa: “Hubo personas que tuvieron que ser identificadas por la dentadura. Fue terrible hacer todo eso en medio de aquel caos, no era fácil reconocer lo que tanto se amó entre tanto hollín, el daño en el cuerpo tan fuerte por el calor, los cabellos no eran los mismos, los rostros. Una situación como del infierno de Dante”.
Samara, quien pronto se volvió una vocera del movimiento de deudos, define la masacre del Royale como un crimen de Estado porque las autoridades fallaron en proteger a las familias antes, durante y después de la tragedia: “En cualquier parte del mundo si hubiera sucedido esto habría sanciones, reparación del daño. Aquí es la más completa impunidad”.
La reparación integral tiene que ver con la memoria, el asegurar que esto no vuelva a repetirse, y en esto la autoridad tampoco cumplió: inauguró un memorial minúsculo en el camellón de la Avenida San Jerónimo que, al tiempo, quedó en ruinas. Para Samara, el Estado nunca ha tenido la intención de que esto se recuerde y no se repita.
Ella, sin su único hijo, se ha abierto camino en favor de los demás. Pero, aclara, el dolor no disminuye con el tiempo.
“No hay día, en estos 10 años, que no piense en él”.
ABRAZAN SU RECUERDO:
IDALIA WALSS POLENDO
Dora Idalia, Elizabeth y Luis Javier Nava Walss caminan por este cementerio. Él lleva un arreglo floral entre las manos.
Los tres visitarán como desde hace 10 años a su madre, Idalia Walss Polendo, quien por más de dos décadas dio clases en Escuela Fernández de Lizardi, en el Centro de Monterrey.
A la vez, estaba feliz con el embarazo de Elizabeth, además de que le faltaban cinco años para la jubilación, así que eran buenos tiempos para la familia de esta mujer que sacó adelante a sus hijos y su filosofía personal era siempre ayudar a los demás.
“Era amable, cariñosa”, cuenta Dora Idalia. “Nosotros la amábamos y tenía muchísimas amistades, además de que se la pasaba hablando de sus alumnos, sus ‘hijos adoptados’.
“Siempre nos platicó que tal o cual niño logró hacer algo, que si batallaba, que si se quedó dormido. Todo el tiempo trataba de incentivar a los alumnos”.
Ese 25 de agosto, cuenta Dora Idalia, comió con su madre, quien le dijo que esperaría ver a su pareja y comprar un pastel. Sin embargo, algo pasó esa tarde que Idalia decidió pasar un rato en el Casino Royale.
La pareja de la maestra le habló a Dora Idalia durante la tarde para saber si su mamá estaba con ella, a lo que respondió que no. Sin embargo, la joven quedó con la duda.
Hacia las siete, la duda terminaría. Le dijo su cuñado: “Tienes que ser fuerte”.
Dora Idalia estaba en el anfiteatro.
Fueron horas difíciles para los hijos, así como los años siguientes. Al tiempo, sin embargo, se sobrepusieron a su dolor y fueron participando en los eventos conmemorativos, la exigencia de un memorial digno de la que la tragedia carece.
“Eran personas inocentes”, expresa. “No justo que esto quede en el olvido. No es justo que la Ciudad los olvide”.
Los tres hijos hablan de esto frente a la tumba de su madre. Tras dejarle el arreglo floral se van juntos y abrazados en su recuerdo.
LA VIDA SIN ELLA:
YOLANDA ROCHA
“Ando en toda el área metropolitana: Monterrey, Guadalupe, Apodaca, he ido hasta Cadereyta. Es lo bueno de esto, que puedes trabajar donde quieras”, dice Martín Rocha, quien hace malabares en distintos cruceros.
Fue su hermano el que le inculcó el gusto por el espectáculo, cuenta. Él es payaso y, desde niño, lo llevaba a eventos, por lo que pronto aprendió el arte del malabarismo que hoy le da para su sustento.
“Tengo deudas, los pagos no pueden esperar, entonces hay que hacerle a todo para salir adelante”, cuenta Martin, de 27 años. “Ahorita me acaba de separar, hace un mes. La chica tiene tres hijos, yo no tengo hijos”.
Casi siempre la vida ha sido dura para Martín, pero no tanto cuando vivía Yolanda Huerta, su madre, quien trabajó tres años como empleada de limpieza del Royale. Ella era madre soltera y Martín fue criado por los abuelos, por lo que lleva los apellidos de su madre y tíos.
El sueldo de la mujer alcanzaba para apoyar a sus padres y sacar adelante a su hijo, quien tenía 17 años y estudiaba prepa en el Conalep de Santa Catarina. Fue en clases cuando Martín recibió la llamada de una tía, que había “explotado una bomba” en el Casino Royale y que había muchos muertos.
El joven salió después de las 20:00 horas de la escuela esperanzado de que su mamá hubiera tomado el camión y ya estuviera en casa, pero no fue así. Fueron los tíos que anduvieron buscándola en hospitales los que hablaron finalmente a casa hacia a las 23:00 horas para comunicar la noticia: Yolanda no sobrevivió.
“Me cuenta una tía que le dijeron que la llevaban viva en la ambulancia, pero que en el hospital de Cuauhtémoc y Pino Suárez (de Zona) no la aceptaron”, cuenta. “La iban a trasladar a otro hospital, pero ya no reaccionó… Ella iba viva”.
Terminó la prepa y quiso estudiar gastronomía, pero el corazón no le dio para más, por lo que desertó: “Quedé traumado”, dice, “ya no pude. Sí quería ser una persona importante, con estudios, pero la verdad todo eso me afectó bastante”.
La muerte de María Trinidad Rocha Delgado, su abuela, en enero de este año, complejizó aún más la vida de Martín. Ella fue como una madre para él y, desde el atentado al casino, ambos nunca faltaron a cuanto evento o misas se realizaron.
Ya no volvió a clases, por lo que encontró en el malabarismo la actividad para escapar y tener sustento. Lo hace, dice, por su familia, que integran dos tíos y su abuelo, Maximino García Zamarripa.
No hay nada, sin embargo, que le permita olvidar a Yolanda y la vida que tenía con ella.
“Era muy trabajadora y soñaba con una casa propia: salía a las 4:30 para tomar camiones porque entraba a las seis, salía hasta las tres”, dice este chico que no recibió nunca un apoyo y hace la pausa necesaria para explicar la circunstancia fatal.
“Ella iba de mañana, pero un día antes una chava le cambió el turno: fue de tarde y entró a las tres, acababa de entrar (cuando pasó el ataque)”.
En el panteón donde está su mamá, dice, está la de Lupita Monsiváis, otra empleada, y tres o cuatro más del casino.
“La vida cambia de la noche a la mañana”, expresa. “Sé muy bien lo que es eso”.