DE ILUSTRE LINAJE
Gabriel Zaid
Hay elementos comunes entre Lucas Alamán (1792-1853), Daniel Cosío Villegas (1898-1876) y Enrique Krauze (1947): escribir admirablemente, estudiar ingeniería (entre otras cosas), investigar la historia de México para entender el País y mejorarlo, fundar revistas y editoriales, actuar como ciudadanos estadistas.
No todos los que llegan al poder lo ejercen como estadistas ni todos los que mejoran el país están en el poder. El País se construye desde abajo, empezando por los millones de mexicanos que saben hacer cosas necesarias y las hacen bien.
Desde su juventud, Krauze se distinguió por sus intervenciones en favor de la democracia y el debate para mejorar la vida pública de México. Ha sido un estadista ciudadano, con ánimo valiente frente al poder y la incomprensión. Arguye claramente, con fundamento y con una prosa de lujo.
Cuando empezó, la democracia no parecía importante. Desde el Estado estable y triunfalista del PRI, el poder revolucionario fructificaba en obras y servicios públicos. No hacía falta más. La democracia era una aspiración ingenua de un puñado de “místicos del voto”. Desde el marxismo universitario, la democracia era una máscara de la opresión burguesa. Lo importante era la Revolución, pero no la del PRI, sino la verdadera: la cubana.
Frente a la “democracia dirigida” del régimen mexicano y las “democracias populares” de los regímenes totalitarios, Krauze abogó Por una democracia sin adjetivos (1986). El libro tuvo mucha resonancia, aunque fue tachado de neoliberal por los creyentes en un Estado redentor, benefactor, soberano y, desde luego, en manos políticamente correctas.
Proponía limitar la intervención del Estado, someterlo a la crítica de una prensa libre, a la rendición de cuentas, a elecciones de verdad. Proponía una presidencia acotada por los otros poderes.
Empezó como ingeniero, se transformó en empresario del negocio familiar, sacó un doctorado en historia y se especializó como biógrafo del poder. Se volvió un crítico del sistema político mexicano, hizo televisión cultural y fundó una revista (Letras Libres) y una editorial (Clío). Sorprende la cantidad de cosas valiosas que ha hecho y sigue haciendo a los 75 años.
Hoy es muy raro el funcionario que no haya publicado un libro. Casi todos lo hacen como de paso, para llegar al poder y dedicarse a cosas más importantes que escribir. Sin embargo, hay escritores que escriben para entender. Les parece más importante que cualquier otra cosa.
Los que tratan de hacer historia no comprenden a los que se limitan a escribirla. Si no pueden ponerlos a su servicio, los ignoran, los desprecian y hasta los calumnian repetidamente.
Hay que agradecerle a Enrique Krauze (que hace años rechazó un puesto en el poder y ahora es calumniado desde el poder), su valiente crítica del poder a lo largo de los sexenios. Paradójicamente, su preferencia por escribir historia ha resultado una forma de hacer historia que servirá de ejemplo a los jóvenes.
ENRIQUE KRAUZE TENÍA RAZÓN
León Krauze
Periodista en la cadena Univisión
El cumpleaños 75 de mi padre ha coincidido con la publicación de su libro más reciente: “Spinoza en el Parque México”. Es un recorrido por su vida, sus lecturas y sus influencias intelectuales. Pero no son sus memorias, o al menos no enteramente. Para serlo, el libro tendría que incluir un capítulo que, quizá, no le corresponde escribir a él.
Es la historia de cuando ha tenido razón.
Hace un lustro, en otra oportunidad para reflexionar sobre la vida de mi padre, exalté su valentía intelectual. Recordé sus ensayos más polémicos. Escribí sobre la reacción a aquel texto célebre sobre Carlos Fuentes o el recibimiento a “Por Una Democracia sin Adjetivos”. Recordé cómo, siendo muy chico, escuché a mi padre ponderar las consecuencias ineludibles del arrojo: los costos de decir las cosas como son.
Sería ingenuo sugerir que el precio de su valentía no ha sido, por momentos, una carga. Le ha dolido el linchamiento en redes sociales, esa lluvia de adjetivos que descalifica su obra desde la mezquindad o, peor, el desconocimiento. Pero intuyo que le queda la serenidad moral de haber tenido razón.
Y en ningún caso ha tenido tanta razón como en su disección de la biografía, el talante y el destino de Andrés Manuel López Obrador.
Me acuerdo bien de los meses que mi padre dedicó, hace ya casi dos décadas, a escribir “El Mesías Tropical”, el ensayo canónico sobre López Obrador antes de la elección del 2006. Ahora que lo releo, confirmo no solo mis recuerdos sino mis impresiones de entonces. Es, antes que nada, un ensayo profundo y respetuoso, que busca en la vida de López Obrador las claves para entender el posible rumbo de un gobierno suyo. Es la biografía del poder del candidato y la de sus ascendientes, su entorno y sus ambiciones.
Desde esa meditación exhaustiva, mi padre llega a la conclusión que le costaría años de injusto oprobio: un gobierno de López Obrador corría el riesgo de desembocar en un retroceso democrático. La pulsión autoritaria podía derivar en un proceso de erosión institucional. Era posible que la interpretación de la justicia del propio López Obrador terminara estando por encima de la ley. López Obrador ignoraría el mundo, en detrimento de México. Gobernaría con una “pasión nimbada por una misión providencial que no podrá dejar de ser esencialmente disruptiva, intolerante”. No solo eso: de perder en 2006, adelantó mi padre en ese ensayo publicado meses antes de la elección, López Obrador desconocería los resultados (“aducirá fraude, hablará de complot, fustigará a los ricos, redoblará sus apuestas…”).
El final del ensayo se lee, hoy, como una triste profecía. “De llegar al poder, el ‘hombre maná’, que se ha propuesto purificar, de una vez por todas, la existencia de México, descubrirá tarde o temprano que los países no se purifican: en todo caso se mejoran”, escribió mi padre. “La desilusión de las expectativas mesiánicas sobrevendrá inevitablemente (…) en el trance, México habrá perdido años irrecuperables”.
López Obrador nunca le perdonó el diagnóstico. Quizá ha sido tan inclemente en su antipatía porque sabe, desde que leyó el ensayo semanas antes de la elección, que el juicio del biógrafo era preciso.
Eso es lo que recordará la historia.
Entonces, como ahora, Enrique Krauze tenía razón.
¡Feliz cumpleaños!
VIAJE AL ORIGEN
Daniel Krauze
Novelista y escritor de guiones para cine y televisión.
Desde niño me pareció una coincidencia increíble que mi papá, un historiador mexicano, naciera el Día de la Independencia, como si su vocación estuviera atada a un designio primigenio. Más allá de que patria y padre son palabras vinculadas como la rama a la raíz, mi padre y mi patria van, en mi consciencia, de la mano. La idea que tengo de mi patria se nutre del cariño y fascinación que mi papá, nacido el 16 de septiembre, me ha transmitido por nuestro País.
Los primeros viajes de los que tengo memoria son por México, con mi papá, que maneja espantoso, al volante. El primer viaje que recuerdo fue a San José de Gracia, a visitar a su maestro Luis González, pasando por Abasolo, donde nadé en una alberca de aguas termales que me quemó la piel. Tenía cinco años, así que no recuerdo mucho más allá de mi papá y don Luis caminando por las calles de un pueblo que, en mi recuerdo, aparece como un daguerrotipo que mágicamente ha cobrado vida.
Un año más tarde, en 1988, mis padres nos llevaron por quince días a lo largo y ancho de la península de Yucatán, donde mi hermano y yo subimos pirámides, nadamos en cenotes, visitamos antiguas haciendas y, al final, pasamos unos días en Cozumel, recientemente arrasado por el huracán Gilberto. Más adelante pasamos varios fines de semana en Cholula, visitando aquella iglesia construida sobre las ruinas de un templo prehispánico, con el Popocatépetl, aún dormido y nevado, a la distancia. Regresamos a Michoacán, a sus pueblitos boscosos, Morelia y Zamora. Estos viajes nunca gravitaron en torno a entretenerme. No había actividades para niños. Íbamos a ruinas, museos, iglesias y cenas con adultos. Quizá puede parecer aburrido, sobre todo desde un tamiz contemporáneo, cuando tantos padres ajustamos nuestro calendario en función de los niños, para que no se aburran. Mi papá no hacía eso. Me presentaba México sin edulcorarlo. Íbamos a Chichen Itzá y a Uxmal, pero también a orfanatos en Michoacán, a sitios humildes donde advertía qué tan afortunada era mi niñez.
No creo que esto fuera un plan con maña: enseñémosle al niño que debe agradecer lo que tiene. Más bien me mostraba el México que amaba y que él mismo quería conocer y entender. Como todas las mejores lecciones, esta la aprendí por ósmosis, sin cátedras de por medio. Así aprendí la valía del sincretismo, parte medular de mi identidad: soy hijo de una mujer católica y un hombre judío. Todos los miércoles de ceniza mi papá llegaba a la casa con una crucecita de carbón dibujada en la frente. Iba a la iglesia, supongo, para acercarse a la devoción mexicana, que siempre lo ha conmovido.
En mi adolescencia tuve un compañero, muy religioso, que no podía pasar el fin de semana conmigo a menos de que mis padres prometieran llevarlo a misa el domingo. A pesar de ser judío, mi papá era quien se encargaba, pero no solo llevaba a mi amigo a que escuchara el sermón y listo. Salían temprano y, para mi infinita molestia, regresaban tres horas más tarde, después de que mi papá le daba al pobre niño un recorrido histórico a través de no sé cuántas iglesias y conventos. No creo que mi amigo lo apreciara. Mi papá lo disfrutaba mucho.
Años más tarde me invitó a pasar unos días en el Bajío. Yo no conocía San Miguel de Allende ni Guanajuato y él insistió en que debía ver sus iglesias, ir a la Alhóndiga de Granaditas, pasar por Dolores Hidalgo. Para ser franco, el plan me daba flojera. Tenía 25 años. Quería quedarme en el entonces DF, salir con mis amigos, ir a alguna fiesta. Fui de mala gana.
Aquel viaje fueron los cuatro días más agradables que pasé con él durante mis veinte. Nunca lo había visto tan animado. A mi papá siempre le ha gustado preguntarle a la gente de dónde viene, como si estuviera en busca de un retazo de información, sobre algún rincón desconocido de México. Pero también le gusta compartir lo que sabe. Ah, ¿es usted de tal lugar? ¿Y cómo está la cosa por allá? ¿Sabía que por ahí pasó Zapata en 1914? Más de una vez, durante ese viaje, se le acercaron otros visitantes a hacerle preguntas. Mi papá les platicaba del lugar en el que estábamos, como un guía espontáneo. En Dolores Hidalgo lo rodearon unas diez personas y él les dio un recuento minucioso del Grito de Independencia. Esa anécdota, me parece, encapsula la misión de su vida: difundir la historia de México. Eso ha hecho a través de la palabra, sus libros y documentales. Enrique Krauze le recuerda a la gente lo que él me ha enseñado desde ese primer viaje a San José de Gracia: el país del que venimos, sus entresijos, sus penas y glorias. El hombre que nació el 16 de septiembre ha vivido para recordarnos nuestro origen.