La Central de Abasto (CEDA) es uno de los grandes termómetros de México: a través de la cantidad, la calidad y el precio de los alimentos que recibe minuto a minuto, de todos los rincones del País, sabemos si hay escasez o prosperidad, si la producción de algún ingrediente se vio afectada por la sequía o si hay que evitar la extinción de alguno de los frutos del campo nacional.
Mudanza a golpe de terremoto
Ni siquiera existía el concepto de país cuando ya se manejaba en nuestro territorio un sofisticado mecanismo de intercambio comercial que debió transformarse a través de los siglos para sobrevivir hasta nuestros días.
Los mercados de la CDMX tuvieron que adaptarse a los embates del tiempo y al crecimiento desmedido de una capital que demandaba toneladas de alimentos y despensa básica todos los días.
Durante décadas, el principal centro de abasto en esta ciudad fue La Merced, que en 1970 se vio desbordada por el crecimiento poblacional y fue entonces cuando el gobierno vio la necesidad de construir un mercado enorme y funcional, donde cupiera todo lo posible para satisfacer a la gran capital.
El encargado de realizar el proyecto de la CEDA en el predio “Las chinamperías” de Iztapalapa fue el arquitecto Abraham Zabludovsky, quien concibió una edificación hexagonal de 327 hectáreas inaugurada en 1982.
Sin embargo los comerciantes de La Merced se negaron a mudarse; veían con recelo a la CEDA porque estaba muy lejos y por el arraigo a su lugar de trabajo, pero el terremoto de 1985 haría colapsar una parte importante del Centro Histórico de la CDMX y los marchantes debieron aceptar que era tiempo de instalarse en su nuevo hogar.
El metabolismo de una ciudad sin tregua
La Central de Abasto es el universo paralelo más próspero y productivo de la CDMX. Aquí se mueven más de 9 mil millones de dólares al año a ojo de buen cubero, porque hay un montón de efectivo que no alcanza a contabilizarse.
Los pasillos identificados con las letras del alfabeto tienen casi un kilómetro de extensión, y su división principal corresponde a ocho sectores: abarrotes y víveres, zona de pernocta, frutas y legumbres, envases vacíos (huacales de madera, plástico y unicel), bodegas de transferencia con cámaras de refrigeración, aves y cárnicos, flores y hortalizas y la zona de subasta, donde las ventas comienzan desde las 4:00 horas y se entrega la mercancía previamente pactada con el comprador, o si no, se intenta venderla al mejor postor.
En la CEDA puedes comprar por contenedores enteros, por toneladas, cajas o huacales, pero si quieres comprar de a kilo puedes hacerlo en el pasillo IJ, el único para pequeños consumidores. Los precios son increíbles: es posible ahorrar más del 30 por ciento respecto a otros puntos de venta y revender lo adquirido para ganar unos pesitos extra.
¡No lo malluge hasta que sea suyo!
En medio de tanta prosperidad, hasta el significado de las palabras se multiplica. No es lo mismo comprar frijol de a kilo o duraznos michoacanos, que “está re durazno el frijol” para quejarse de la crudeza del invierno.
Ni las voces ni los leones de por acá son como los pintan y ningún piropo es inocente. Qué mejor que comprar la fresa “más dulce que el beso de una suegra” y saber que “las bonitas no hacen fila” para tener un “melón chingón de a 3X10”, “más barato que la tanda de tu tía”, deseando “que Dios te bendiga a cada paso que das”.
En la CEDA el cultivo de la riqueza lingüística es obligatorio para sobrevivir a la batalla del sustento cotidiano, porque hay que saber caerle bien al cliente para que se vuelva tu marchante. Desde la perspectiva sus habitantes, es de incultos no saberse defender con la construcción improvisada de frases ingeniosas; la palabra importa porque no cuesta, no pesa, no hace bulto, es una gran herencia y un acervo cultural que los llena de orgullo.
Barriga llena, corazón, ¿te vienes?
Uno de los mayores placeres que podemos encontrar acá es la comida, lo difícil es saber qué se antoja más; por todas partes hay extraordinarios cocineros con un manejo magistral de las especias que ya quisieran algunos restauranteros de la Condesa.
Los tacos de birria en las cabeceras de los pasillos se cuecen a fuego lento, sudados y especiados con clavo de olor; los pollos a la leña, ubicados cerca de la zona de semillas, giran lentamente mientras les avientan una salsa de receta ultrasecreta para que su carne sea jugosa y se deshaga suavecito entre los dientes.
En las noches de venta de flores en la sección de flores y hortalizas, al principio de la jornada, los cocineros ofrecen barbacoa de pueblo con tortillas de masa nixtamalizada en casa que sabe espectacular; ya cuando comienza a rayar la mañana preparan tacos de carne asada y de hígado encebollado, que es lo que más consumen los diableros y cargadores para obtener la vitamina que no les puede faltar.
A la entrada de la IJ está “La Lupita”, con un café en grano muy bueno y donde regalan como complemento a sus tacos de carnes varias, una buena dosis de papa machucada, de nopales y de cebollas para llenarte la barriga y que no te vayas a desmayar.
Una vida entre diablos
De este descomunal mercado han surgido personajes entrañables como “El Chavo”, que hoy tiene más de 80 años.
Comenzó a trabajar a los seis años como diablero en La Merced, donde aprendió a fabricar los diablitos de metal cuando los de madera quedaron obsoletos.
Después de inaugurada la CEDA, puso su propio taller y enseñó a muchos jóvenes el oficio para que supieran ganarse la vida y, en muchos casos, a escapar de las adicciones. También los instruyó en el boxeo y los llevó de la mano para que ellos y su familia tuvieran un futuro mejor.