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La entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén que celebramos hoy, Domingo de Ramos, es poco menos que paradójica. Por una parte, es recibido como rey, entre aclamaciones y vítores por parte de la multitud que había llegado a la ciudad para la fiesta de la Pascua.

Pero, también, ese momento de gran algarabía marca el inicio de lo que será su pasión muerte y resurrección, que celebraremos en el Triduo Pascual.

Aunque suponemos que, como buen judío, Nuestro Señor acudía cada año a la ciudad santa, los evangelios sólo refieren su arribo en este día. Prefirió predicar y curar en las poblaciones cercanas, y ya sabía que su ida pública a Jerusalén significaría enfrentarse a la muerte. No es que escapara de ella, sino que aún no llegaba su hora.

Hoy, después de un año de pandemia, recordamos que esta decisión de Jesucristo manifestaba su deseo de asumir el dolor de la humanidad, como hoy lo sigue asumiendo, en medio de tanta muerte, enfermedad y desolación.

Además, tenemos entre nosotros otra tragedia, los incendios forestales, que aumentan el dolor de tantas personas, y con los que Él se sigue identificando.

Esta semana acompañemos a Nuestro Señor, quien compartió y continúa compartiendo su sufrimiento con nosotros, y nos invita a ser solidarios con quienes sufren.

Pero no olvidemos que la muerte es sólo el primer momento del proceso pascual. Jesucristo llega a Jerusalén para recordar el paso, Pascua, del pueblo judío que salió de la esclavitud a la libertad, y asume esa experiencia pasando de la muerte a la vida.

Que esta Semana Santa nosotros también experimentemos el horizonte pascual. Que pasemos de la esclavitud y la muerte, es decir, del pecado personal y social, a la libertad y la vida que significan la gracia.

Que las restricciones obligadas por la contingencia no nos impidan vivir al máximo nuestro encuentro con Dios Hijo clavado y muerto en la cruz, pero también, y sobre todo, resucitado.