La cara de la panadera es la cara de todas. También la del panadero. Es un rostro compartido; un rostro que puede ser el de cualquiera. Amanecen las caras de la panadera y el panadero en las primeras horas del día ciudadano, y esas caras son la tuya y la mía, reconfiguradas por el cielo tricolor de las cuatro de la mañana. Y la hora del pan es muchas horas del día. Tal vez el primer negocio que abre al público en la vieja Ciudad de México es el de la panadería. (Sólo después del Oxxo y el 7-Eleven, que, si nos detenemos a pensarlo unos segundos, también son panaderías.)
Historia horneada
En el centro de la Ciudad dos panaderías cuyas edades suman casi dos siglos empiezan a resolver sus diferencias en las primeras horas de la mañana: La Ideal y La Madrid (años de fundación: 1927, 1939).
La Ideal es el palacio del azúcar, la santa meca del betún. Es grande, descomunal, con enormes elevadores que descienden sobre la planta baja para depositar estantes y estantes de panes y pasteles. El más famoso de todos, el pastel imposible: una muy posible mezcla de flan y pastel de chocolate. En bizcochería La Ideal es casi indiscutible: la tortuga alargada y la rebanada de mantequilla son dos ejemplos de esa indiscutibilidad.
A La Madrid nadie podría discutirle la longitud de su experiencia. Ella misma insiste en recordárnosla. De sus paredes con vivos naranjas penden viejas imágenes con largos pies de foto. Una, por ejemplo, muestra un viejo automóvil hacia 1923; abajo dice: “La modernidad de la segunda década del siglo XX dejó atrás el tren de mulitas; llegó el tranvía y poco después los automóviles…”.
Algo en las panaderías llama a añoranza, el pan, como la lluvia, es una cosa que siempre sucede en el pasado. Estar en La Madrid es apreciar una suerte de naranja mecánica, una maquinaria en perfecto funcionamiento. Es una pastelería, pero es también fuente de sodas/fonda, puesto de tostadas, puesto de tacos de guisado y cafetería. Pero ustedes no se dejen distraer por el alboroto: sus variedades de daneses, como la peineta marmoleada y la tortuga de crema, son invencibles.
Paréntesis de mi memoria
(Yo nací y fui criado en una familia de panaderos. No dueños de panaderías: panaderos. Mi papá me enseñó a andar en metro aprendiéndome las panaderías cercanas a las estaciones. Yo tendría seis años, tal vez menos, y me mandaba solo en metro a traer conchas y leche de Elizondo, de la Luarca o de la Espiga. Era otra ciudad. Y otra familia.
Cada noche, entre irse y quedarse, en ese espacio entre por fin abrir los ojos y estar vivo, en la casa en tinieblas todavía, mi abuelo se ponía su traje, el único que tuvo, y se iba a trabajar de panadero. En la panadería sin mujeres, de blanco y con mandil, con su gorrita, con amor o con algo parecido amasaba mi abuelo aquel momento, lo enrollaba y le daba su figura de pan, pan predecible y pan de todos. Después: de nuevo el traje y el camino de vuelta a la antigua casa. Y al centro de la mesa una hogaza que compartimos todos, pan para los vivos, pan solar, y mi abuelo cerraba los ojos y decía: “Señor, gracias por los alimentos”.)
DULCES PREGONES
El pan de dulce, combustible matutino, es unánime como la inflación. Pero hay algo en la panadería que no es unánime porque mueve al esnobismo. El pan también separa, crea un tajo de clase. En los últimos 15 años se ha visto en la Ciudad una pequeña explosión demográfica de panaderías para narices respingadas.
Pancracia y su peineta de manzana, Rosetta y su rol de guayaba –ambas en la Roma, como ustedes saben–, Costra y su croissant de masa madre con Nutella en la Narvarte, Ficelle y su chocolatín de almendras en la Condesa. En estos lugares hay una segregación casi de orden natural, salvo porque no existe la segregación natural: toda es creada por el humano en su constante afán de negar al otro, de esconderlo en el sótano.
El pan de dulce también es parte de la música de la Ciudad. Las dos o tres notas de la corneta del panadero son parte de esos sonidos cívicos que pueden cortar una pesadilla o despertarte de buenas de una siesta. (Normalmente, la corneta del triciclo panadero anuncia que hay orejas con puntas de chocolate, donas de azúcar y chocolate, galletas, banderillas y ladrillos, además del inevitable café en termo naranja marca Igloo y algún otro truquillo bajo la manga.)
Menos común pero todavía más bonito es el pregón panadero. Ya casi no queda nadie que grite, como solía hacerse hace muchas décadas, “¡¡ELPAAAN!!”, pero hay una llorona nocturna que sobre las calles de 20 de Noviembre emite un grito constante: “¡PAN-TÉ-CAFÉ!”
Y existe un pregón que se ha multiplicado últimamente: “Señora y señorita, lleve sus deliciosos bísquetes, bísquetes calientitos recién hechos para su café o chocolate, bísquetes.” Si algún día ponemos una cápsula del tiempo a viajar en el espacio, que no se nos olvide mandar el pregón de los bísquetes.
MONARCA CHILANGA
Ahora, al fin, la concha. La concha es atávica, como una plegaria. La concha viene de un lugar de tu memoria que no te pertenece a ti. La concha es el pan compartido, el pan que acepta la realidad del otro.
Algunos juran por la concha de la Santo Domingo, en el metro Miguel Ángel de Quevedo (por cierto, de las pocas que venden pan de muerto todo el año); otras, por la de Maque en la mañana; unos más, por la de Amado, en Polanco, que parece artesanal; otras, por la de Sucre i Cacao en la Nápoles; otros (yo), por la de La Joya en 5 de Febrero, que es puro aire memorioso.
La concha es múltiple, tal vez interminable. La concha está siempre en rotación, como un signo. La concha es acaso el pan de la Ciudad, el pan de su nacimiento y el pan con el que se hundirá cuando se hunda. La concha es una célula que explota.