La cocina de barrio coreano no es coreana. Un país pertenece a los papeles – constitución, código penal, leyes migratorias–, mientras que los barrios que remiten a un país pertenecen a la realidad: son formas que la migración, la comunidad y un recuerdo colectivo y cambiante comparten entre sí. Se constituyen solos. 

La cocina coreana es una cosa generada y solapada por el gobierno coreano (la cocina mexicana lo es por el gobierno mexicano y su Secretaría de Turismo), mientras que la cocina de barrio coreano es orgánica y natural, creada por las personas que creen, en cualquier idioma, ser coreanas.

Indocumentado, libre de papeles que lo confirmen, el barrio coreano es más real que Corea, esa entidad documentada, diferente y dividida en del Sur y del Norte. ¿Conocen el barrio coreano de la ciudad de México? Es hiperreal. Y su comida es compartida no necesariamente por Corea, pero sí definitivamente por otros barrios coreanos en el mundo. (Y el mundo, desgraciadamente, es real.)

Yukgaejang

La cocina de barrio coreano es reconocible por unos cuantos platillos, obras maestras de la ingeniería humana. No hay peldaños en esta escala, no hay mejores ni peores, pero acaso el más sublime de esos platos, acaso el que habita el peldaño más alto en esta escala, sea el yukgaejang y muy en especial el del restaurante Biwon, sobre la doble avenida Florencia. 

En la CDMX, el yukgaejang está como atravesado de un plato endiabladamente chilango: el mole de olla. Es un caldo de res, chiles y vegetales; parece mole de olla y sabe a mole de olla. (Y viceversa). Tal vez sean hermanos que se separaron recién nacidos, crecieron cada uno en un hemisferio distinto y –como en una telenovela mexicana o coreana– terminaron por encontrarse y quererse, salvo que el mole de olla es respondón y malcriado; el yukgaejang, caldo de res y chiles también, es todavía más lépero. Ambos pican, pero el yukgaejang lo hace de una forma más insolente. 

El yukgaejang es el puñetazo para la cachetada que es el mole de olla. Es una gran limpia; es el temazcal de los platillos coreanos en la Ciudad de México. Debería existir una palabra para denominar el particular sudor que provoca. Si nos aceptamos unas a las otras –chilangas y coreanas achilangadas–, tal vez un día inventemos esa palabra. Será nuestra gran contribución a estos idiomas que compartimos.

Kimchi

Dicen que un restaurante de barrio coreano no puede ser mejor que la calidad de sus banchan, esos pequeños platos de vegetales a veces fermentados, a veces curados, a veces así nomás, al aire libre. (Hay banchan de pescaditos minúsculos, como charales, pero son los menos.) Eso dicen y puede que sea verdad. Lo es, por lo menos, en Mapo GalBi, un inmortal sobre la calle de Hamburgo. Sus papitas glaseadas, sus espinacas con soya, sus pepinos salados y maquillados con gochugaru, su kimchi –oh kimchi, oh bosque de pilares fermentados, oh vida por vivir y ya vivida– son un recordatorio preciso de que la cocina de barrio coreano tiende a lo diminuto, a la probadita. 

Soju

¿Han probado soju? Si la respuesta es no, les espera una vida llena de sorpresas; si la respuesta es sí, qué envidia su pasado: lleno de alcohol y novedades. El soju, dice Wikipedia, es un destilado de arroz (normalmente) o de trigo o de cebada, aunque también puede destilarse de papa, camote, tapioca. Empezó a hacerse hace unos 800 años, en el reino de Koryo. Su contenido alcohólico varía como su borrachera: de 16 a 53 por ciento. Es transparente, seco, astringente. Y la embriaguez de soju no puede ser más disfrutable que en el restaurante Min Sok Chon.

“En la cultura coreana comer y beber alcohol van tan de la mano que es difícil verlos como cosas separadas. El alcohol es un símbolo de respeto para los mayores; el alcohol nos reúne para casi cada ocasión de la vida –logros, fracasos, días de asueto, días de trabajo–”, escriben Deuki Hong y Matt Rodbard en “Koreatown: A Cookbook”.

En Min Sok Chon esa inseparabilidad es visible de inmediato. Este no es un BBQ coreano, sino un especialista en grandes sopas, estofados, baratijas picosas. Cocina de recuperación, del reciclaje de toxinas. 

El gran plato de Min Sok Chon es el budae jjigae o “cazuela de todo”. Pero todo trae tofu, hongos, kimchi y cebollas; fideos, pastel de pescado, salchichas, rebanadas de queso amarillo y, genialmente, Spam, ese jamón enlatado mal visto por falsos glotones, pero adorado por niños y glotones borrachos del mundo. Viene, grasoso como un bebé recién nacido, en una olla para hervir en la propia mesa. Pica, agota, endulza la borrachera. Renueva la energía y es el máximo disparador del mal del puerco. Hay que pedirlo con varias botellas de soju. Gangnam style.

La Ciudad de México es la ciudad del pollo y la gallina: su música es un concierto de variaciones sobre un tema emplumado. La Ciudad conoce la canción dorada del pollo rostizado, el trino ahumado del pollo al carbón, el acuoso sonido del caldo de gallina, los alientos de la flauta de pollo, la música prehispánica del pollo al barro, el chisporroteo universal del pollo frito.

Y en pollo frito no hay nada como el venerable KFC o korean fried chicken, un pollo crujiente como un yeso; un pollo que acentúa, que afila; no produce visiones, pero sí un ligero mareo, un como desplazamiento cerebral. Hay que votar por todos, pero si sólo pudiéramos votar por uno sería el KFC de Jjang –antes llamado Peoples–, un restaurante escondido en otro restaurante, Pho King, entre Londres y Hamburgo. En verdad les digo, el que come en Jjang come en todo el barrio coreano.

Pollo frito

Ninguna cocina se reduce a unos cuantos platos –para no ir más lejos, en este texto ha faltado el asombroso sashimi de los mares del sur de La Casa Coreana, sobre Chapultepec; el BBQ de Nadefo, sobre Liverpool, y el raspado con ¿frijoles? o patbingsu de Baking Story, en la calle Praga–, pero cualquier cocina es reconocible en unos cuantos rasgos. 

La cocina de nuestro barrio coreano contiene estos rasgos: picor, olor a fermento, dulzura y frescura de vegetal recién curado; también contiene un sentido de su propia tierra –barrios de Seúl, de Busan, de Daejeon y de São Paulo, Los Ángeles, Nueva York y la CDMX– y de su historia –mujeres y hombres en movimiento por los mares y las carreteras del mundo–; y contiene, terrible y bellamente, todo el futuro de las migraciones. Prueben un kimchi hoy en cualquiera de los restaurantes mencionados: estarán probando la simiente de las generaciones por venir.

Textos: Alonso Ruvalcaba, despierta con antojos. Es productor de Pan y Circo (Amazon Prime) y autor de “24 horas de comida en la Ciudad de México” (Planeta 2018).
Foto: iStock 
Edición: Fabiola Meneses 
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