A través de los mercados uno puede tomarle el pulso a ciudades enteras o al pequeño entorno que los circunda. Su observación y estudio nos ayudan a tener una mejor perspectiva de lo que debió conjuntarse para tener el México que hoy tenemos. 

Trenzado ancestral

Entre otras cosas notables, los tianguis actuales son parecidos a los de los tiempos prehispánicos, así que podemos imaginar la vida cotidiana de comerciantes y compradores con sólo visitar alguno de los que se instalan los fines de semana en casi cualquier parte del país.

Hablar de los mercados mexicanos es contar la historia de este país tomados de un hilo narrativo que se parece mucho a un mecate. Cada fibra es importante; todas tienen distinto grosor y longitud, pero así, torcidas y entrelazadas, es como han resistido los embates del tiempo.

Sobre cualquier otra cosa, la comida es lo que distingue a la mayoría de ellos y no sólo por el tema de la alimentación. Hablamos también de la cantidad de maneras de preparar un mismo platillo, de los distintos ingredientes empleados para especiarlos (llegados a este continente en diferentes momentos bajo circunstancias extraordinarias), de las fiestas patronales, del chile en nogada y la patria… En fin, de todos aquellos elementos que componen nuestra sangre mestiza.

Con un pequeño esfuerzo y previa tropicalización, su historia refleja algunos pasajes de las obras literarias más importantes para la humanidad, pero también el avance de la dignidad del ser humano.

La Merced: La tierra prometida

Pienso por ejemplo en La Merced, uno de los barrios más antiguos y significativos de la Ciudad de México, nombrado así en 1594 cuando se estableció en esa área el monasterio de Nuestra Señora de la Merced de la Redención de los Cautivos. Durante siglos desarrolló una vida comercial activa, pero al terminar el siglo 18 casi todo el barrio se había convertido en un gran tianguis, porque los comerciantes expulsados del centro fueron asentándose ahí. 

Pasaron un par de siglos más y se convirtió en la Central de Abasto de la capital, pero también en la tierra prometida para los inmigrantes más pobres. Poco después de la Revolución, el Mercado de la Merced comenzó a recibir artesanos y campesinos expulsados de sus comunidades por falta de recursos.

Los exiliados habían escuchado sobre un mercado enorme donde al menos podían ganarse un pan cargando las canastas del mandado. Así fue como los dulceros michoacanos se asentaron aquí; primero como cargadores, después como los orgullosos dueños de relucientes locales colmados de calaveritas de azúcar en Día de Muertos.

Lo mismo sucedió con los tejedores de palma, los cocineros, los vendedores de hierbas y con un sinnúmero de comerciantes que se establecieron a fuerza de trabajar arduamente y de sobrevivir gracias a las enseñanzas de sus ancestros.

Ya en los años 70, este noble mercado se vio rebasado por la demanda que exigía la explosión demográfica, así en 1983 se inauguró en Iztapalapa el mercado más grande del mundo, la nueva Central de Abasto (CEDA).

Central de Abasto: en las entrañas de un gigante

Con 327 hectáreas, este descomunal mercado abría sus puertas al público a pesar de la desconfianza de los comerciantes que no querían empacar aún, pero tembló tan fuerte en 1985 que varios de los vendedores de La Merced decidieron mudarse y mirar hacia un futuro más promisorio desde su nuevo hogar.

La CEDA cobró vida propia inmediatamente; las bodegas vacías comenzaron a venderse, las fondas y locales de comida prosperaron y se sofisticaron. Ahí podemos encontrar una birria deliciosa especiada con clavo; pollos rostizados a la leña, bañados en una salsa de chiles cuya receta es secreta; tacos de cecina con enormes guarniciones de papa, nopales, frijoles, cebollas y demás complementos para que uno quede repleto; moles espectaculares acompañados de arroz esponjado con chícharos tan bonitos que parecen de utilería; carnitas estilo Michoacán preparadas con la receta de los abuelos; tlacoyos de haba con la proporción justa de sal y hierbas que da ese saborcito especial; media tonelada de pata para tostadas que se vende sobre todo en las fiestas patrias.

Aquí llegan tráileres y camiones con todos los frutos del campo mexicano vistos y por verse, pero también arriban desde Estados Unidos y sirven de traslado encubierto a esos compatriotas indocumentados que, al terminar la temporada de cosecha en los “esteits”, buscan empleo como uno de los 13 mil 600 diableros censados en la CEDA. Son representantes de todos los pueblos originarios, buscan la compañía de coterráneos para sentirse protegidos, compartir experiencias, rendirse a la nostalgia de la comida que tanto extrañan y platicar de la alineación de las estrellas de sus cielos.

Esta ciudad impía que es la Central de Abasto tiene distancias enormes y hay que aprender a chiflar para no quedarse incomunicado; por tanto, aquí se chifla en mixteco, maya, zapoteco, popoloca, purépecha y en muchas otras lenguas que se escuchan por los pasillos. 

Mercado de la Paz: las ánimas de ayer

En cuanto a los más pequeños, el primero que vio las luces de un resplandeciente nuevo siglo en la capital del país fue el Mercado de la Paz en el centro de Tlalpan. El mismo Porfirio Díaz cortó el listón inaugural y mandó acuñar unas monedas de plata para conmemorar la ocasión.

Hoy en día se come muy bien y en algunas noches lúgubres se escuchan los cascos del caballo del Charro Negro cabalgando sin rumbo pero con furia, alrededor del árbol de los colgados, a unos pocos metros de la puerta principal.

Ya en la madrugada, algunos afortunados han visto las siluetas de las almas en pena que de vez en cuando piden permiso para entrar a rezarle a la virgen del mercado, mientras las ollas de las cocinas chocan colgadas una contra otra, movidas por fuerzas invisibles aun en las madrugadas sin viento. 

Por la dignidad alimentaria

En los mercados de este país podemos encontrar recetas familiares ejecutadas de manera continua desde hace al menos 170 años, molcajetes con ocho décadas moliendo solamente salsa verde, videntes que hablan con las frutas y saben con precisión el día y la hora en que deben consumirse, magos que multiplican el pan de los más pobres, maíces de colores inimaginables, tortillas riquísimas de masa nixtamalizada en casa, pozoles, menudos, colita de res con mole amarillo, panes de dulce prácticamente ignotos…

Los mercados son importantes porque nosotros lo somos, porque son el reflejo de nuestra historia y de nuestro camino a la dignidad laboral y alimentaria si las sabemos defender.

La historia de la alimentación no sería la misma sin estos depositarios de los frutos del campo mexicano, donde la comida se conserva mejor que nunca. Si cuidamos de los mercados, del campo y de los comerciantes, estaremos contribuyendo a sostener la grandeza de México a pesar de los tiempos que corren.

Julen Ladrón de Guevara | Escritora, gestora cultural y cronista de mercados mexicanos
Fotos:
archivo REFORMA
Edición y diseño: Rodolfo G. Zubieta
Síguenos en @reformabmesa