CUENTO

"CELO", DE IRASEMA CORPUS

Del libro Mujer con Botarga (An.Alfa.Beta, 2024)

“A tu abuela la están velando a unas cuadras de aquí”, te indica una voz que nace cerca de tus rodillas; “puedo olerla”.

Te quedas callada. Repasas tus facciones sobre la pantalla de un celular apagado. Observas con preocupación el contorno de tus mejillas grises y el de los vellos que las hacen lucir como duraznos descompuestos. Te rascas el pecho y el rostro, pero tus uñas topan con tus huesos porque eres flaca, Antonia, muy flaca, y dos cunas moradas te sostienen los ojos.

“Te ves justo como a tu mamá no le gusta”, agrega la voz de abajo, pero esta vez con tono burlón. Es Furia, tu perra bull terrier que, además de percibir el cuerpo tendido de tu abuela a unas cuadras, parece leerte la mente.

Cepillas tu fleco con los dedos, nerviosa, esperando que ese acto repare todo lo que no pudiste arreglar con maquillaje. Furia te contempla estirando su cuello blanco, moviendo la cola y dejando caer un poco de baba sobre la banqueta. “Mucho mejor”, te dice, y una vez más te arrepientes de haber bautizado con semejante nombre a una perra tan dulce y buena. Le acaricias la cabeza, le dices “anda” y la perra camina contigo y te dice “ya voy, ya voy”. Aunque luego parece mandarte: “Vuelta aquí, Antonia, sobre Golondrinas. Iremos todo derecho” y tú obedeces. Furia no despega el hocico del asfalto, supones que busca orina vieja que le indique el camino que, sin embargo, tú conoces bien. Te desvías.

“¿Qué haces?”, te pregunta gruñendo. “Es más fácil girar aquí, Furia, por Monterosa”, le contestas, “y cortaremos camino para llegar a la avenida”. Furia se lame el hocico. “Pero, Antonia, un par de casas hacia arriba está la tienda de flores”, te dice. Mueves la cabeza repetidas veces, como diciendo: “no, no y no”. “¡Anda, Antonia!”, te insiste dejando en descubierto su lado más imperativo, mostrándote los dientes, “¡entra a la tienda y compra unas flores!”. Tú sigues moviendo la cabeza, dices “no”, en bajito. “¡Era tu abuela, infeliz! ¡Compra unas flores!”. No le contestas, sólo te empiezas a rascar con desespero. “Ay, Antonia, ya te empezó la comezón. No vayas a pensar que te pegué las pulgas. Ven, sígueme”.

Caminan hacia la tienda, pero no compran las flores. El dueño del negocio le chifló a su hijo pequeño para que entrara a la tienda en cuanto te vio doblando la esquina, discutiendo con tu perra. Te sigue con su mirada recelosa conforme te alejas de su florería. Supones que es por Furia, pues a muchos no les gustan los bull terrier y, mucho menos, si son hembras. “Las hembras”. Eso te dijo tu abuela desde que eras niña, que no le gustaban las hembras por celosas, peleoneras y porque cada cierto tiempo les llegaba el celo y andaban de calenturientas manchando los patios con sangre, atrayendo a los perros callejeros. Tu mamá siempre le dio la razón. Por eso, la primera vez que llegaste a casa de madrugada, oliendo a cerveza, a cigarro y a quién sabe cuántas cosas que tu novio te hizo tomar, tu abuela, que ya te esperaba asomada en la ventana, te recibió jalándote del pelo, diciéndote: “perra, perrucha de la calle, calenturienta”, y te dijo que a las perras de los ranchos les pegaban con palos de escoba en la barriga, para que ni se les antojara irse a aparear como pendejas. “¡Así como tú!”, gritaba la abuela, mientras tu mamá le sacaba el cabezal a un trapeador de plástico.

“Caminamos más de lo debido y ni siquiera compramos las flores”, te reclama Furia. Su sentencia te hace sentir inútil y estúpida, “ahora sí, sigamos por toda la avenida: ¡puedo olerla, en verdad puedo olerla!”.

Lo que sigue es tu sombra, Antonia, escuálida, tambaleante. Tu andar parece salido de una historia de ultratumba. Te dibujas en los muros de las casas y en los ojos de los perros atrapados en portones y azoteas. Le gruñen a Furia y tú arremetes contra ellos. Les dices: “¡Dejen en paz a mi perra!”, y una anciana, que barre las hojas frente a su casa, te calla, te dice loca, malviviente y te espanta con su escoba hasta hacerte bajar de la banqueta. Su banqueta. También espanta a Furia que, en cuclillas, se había preparado para rociar la jardinera de la anciana con su orina caliente, o con lo que saliera. Pero no puede. Ambas continúan por la orilla de la calle. Encuentran en cada coche estacionado un reto, un bulto duro que rodear, y esquivan torpemente a los coches que, a toda velocidad, hacen retumbar el rabo que Furia lleva doblado entre las patas, o te alborotan el cabello, Antonia, tan delgado y reseco, como el de una muñeca vieja. ¿Qué le pasó a tu coleta gruesa y brillante? ¿A esa piel humectada y rosa que inyectaste por primera vez en una de tantas fiestas? Cuéntate las marcas del brazo, anda, nunca metes la aguja en el mismo lugar.

“Camina, rápido, camina”, te pide Furia entre gemidos. El calor del pavimento ya le quema las patas y por eso apresuras el paso. Te mueves observando los colores del cielo, las manchas del lomo de Furia que le bailan encima, o las pulgas horrendas que se le escapan para aterrizar en tu cara. Te enojas con tu perra, te rascas, pero también quieres llegar al velorio, aunque no hayas tenido el detalle de comprar unas flores o de verte bonita o de ponerte mangas largas como te pidió tu mamá.

El sudor te ha corrido el maquillaje barato; es tarde para corregirlo. Tu madre ya te espera en la puerta. Por un momento crees ver a tu abuela asomada en la ventana de su casa, diciéndote: “puta, puta en celo”, bajo una luz de madrugada. Pero no, es tu mamá, y Furia le mueve la cola. Desde que la adoptaste no la quieren ni un poquito, pero Furia, como siempre, hace como que las quiere.

—¡¿Por qué chingados te trajiste al animal?! ¡Mira nada más cómo vienes! —te dice, mientras sujeta tu barbilla y acerca sus ojos a los tuyos. Tus pupilas dilatadas le retuercen el rostro de espanto, también las costras levantadas y las marcas de tu frente y mejillas. Tu brazo al descubierto, agujerado cien veces.

—¡Cómo vienes así, Antonia! —reclama y te suelta la barbilla con fuerza, como queriendo estrellar tu cabeza en un muro imaginario—. ¡Es tu abuela, tu abuela! ¡¿No te pudiste aguantar?!

Tu madre llora frente a varios desconocidos de expresión triste y ropas oscuras. Buscas a Furia porque quieres que te diga algo, lo que sea, pero ya no está: acaba de cruzar la puerta y restriega sus patas en el azulejo frío, blanco como ella. Conforme tú la sigues, tu madre te sigue a ti, gritando, diciendo que traigas a ese animal que ha recorrido medio pasillo. Unos cuantos se asustan, “¡un perro!”, “¡de esos que son bravos!”, dicen. Ninguno es capaz de tomarla de la correa. Entra a un cuarto, al más concurrido. Tu perra se te pierde entre las piernas de extraños, entre ancianas llorando en sofás de piel. Las manchas del lomo de Furia le siguen bailando, sus pulgas te siguen comiendo la cara. Te rascas. Hay una caja de madera rodeada por velas en el fondo de la habitación y Furia le gruñe, mientras chorritos de sangre le salen por debajo de la cola y éstos se vuelven gotas espesas que dibujan un camino pegajoso hasta llegar a esa caja que parece brillar. Tu madre te toma del brazo, Antonia, como si quisiera romperlo. Te ríes. Furia no dice nada y sientes que esa risa hará que los intestinos se te salgan por la boca, o por la nariz: todo está removido adentro. En medio de la risa y de los ojos hinchados que te juzgan, tratas de llegar al oído de tu madre, pues sólo quieres decirle, en voz muy baja, que la abuela se va a enojar, y mucho.

POESÍA

TODO VUELVE, DE LÁZARO IZAEL

Del poemario Mamá, el campo (Editorial Universitaria, 2023)

Todo vuelve
el mosquitero se repliega
para entrar
y tú,
Ana, abres la puerta
la puerta que da al patio
hacia los árboles frutales
hacia esa canícula despejada
sostenida entre las ramas
hacia el rumor de los duraznos e higos
el viento
tus pies
el piso mármol de tierra
criatura
que te toca desde niña

mírate a ti regar las plantas
esos geranios
carmesí
tan similares a la lluvia

esa forma que tiene la tierra de caer
cuando está húmeda
y los bichos
que se desprenden como si pudiera uno transformarse
en algo mayor
crecer
como si todo fuera mejor con un poco de agua encima
hasta las nubes recuerda
parecían moverse como peces
los rayos del sol
entre las ramas
tus uñas debajo de ellas un lodo cobrizo

y tú tan limpia
entre los mezquitales

no hay escondite pequeño
ni distancia que no haga desaparecer
cualquier frontera

nadie entonces quizá lo preguntó
aún ahora nos cuesta mirarnos a la cara

por qué no grita la niña
por qué no viene
llora tan quedito

si cuando llegó era recién
una res cabria de leche con su balido en el breñal
un molusco insostenible
su corazón
ojos tristes
ahora sentada al ras de ese jardín
hunde los pies
bajo la sombra
y siente niña
su voz
algo a lo que no puede
contestar

Mamá,
el campo
yo corría como si un perro enorme pudiera ser una jauría un perro enorme que rasgara una mandíbula que perseguía mis tobillos una ágil ensoñación una gacela diminuta como las cabras y esas crías de pezuñas no

me ponía de pie cuando los perros me rodeaban y las paredes de madera parecían estar rasgadas desde arriba y el techo
mamá,
no había más que estrellas ciervos girando alrededor de mí
me veían ofrecida como un retazo en la dentadura carroñera por encima
y era yo
un pozo hondo
una noria inanimada
un profundo estanque
no había luz
me ahogaba como se hunde el cobre
hasta ser muy verde
más intenso que tus ojos

Mamá, el sueño no era mío
como un tripulante miraba todo
lo que se venía hacia ti
como una pesadilla recurrente
algo resonaba
también tu corazón
y no quería no
no de esa forma
y tú no podías despertar
y el sueño
siempre volverá a estar ahí

debajo del hambre tu cuerpo
el tío Manuel mirando
la miniatura apenas de tus pies
y esas manos
sus manos
los caracoles
el susurro
circulando las yemas de sus dedos
en tu espalda
el monte
las tardes de mirar las nubes
las primeras que alcanzaban a clarear
con el atardecer la hora
azul
volver entre las ramas
cuidando las espinas
tus piernas rasgadas de forma natural
los zopilotes en la altura
mirando cómo la tierra
secaba tus labios
lo colorado de tu cuerpo
y tus mejillas
qué infantil es la belleza

Mamá,
otra vez no sales de la cama
está tu cuerpo tirado al campo
curvas y no hay nada ya que te haga salir
nada que te haga bajar
y es profunda
la pendiente que te encierra
y nosotros no alcanzamos

no, tu cuarto está cerrado y ya es más de medio día
pensamos que las paredes se pintaron de dorado
en la estopa blanca que dejó rastro de nubes
como el atardecer del mar
dijiste que iríamos a verlo

tenías tú la edad que tengo ahora veinticuatro
y no podías salir
como a veces yo tampoco

nos escuchabas andar por la escalera
movernos también en la cocina
espulgar dentro de nosotros
también nuestras cabezas
a dónde ibas
cuando estábamos afuera
y queríamos o no que regresaras

qué hacer con dos criaturas creciendo al lado
qué hacer con sus colmillos
los dientes de leche
con esta punzada
que no me deja en paz

sé del asco la repugnancia por deletrear en sílabas
y responder por milésima vez la misma pregunta

mamá, por qué
y por qué
mamá,
por qué

como si no bastaran sus bocas abiertas
para interrogarme

para qué mi lengua cediéndoles lugar
esa distancia que yo tampoco reconozco
no lo sé
y hago fuegos artificiales con la luz
explicándome a mí misma
en qué momento los dejé entrar
así
por mi cuerpo suturado
abriendo capas de mi piel su sangre

mirarlos dormir
y comprobar que aún respiran
que siguen respirando

miro sus dedos por el resquicio de la puerta
sus murmullos y los ecos
de sus pies
una pequeña tos en sus gargantas
la fiebre
que los hará volver a mí
por más que me niegue a cubrirlos
con retazos húmedos
a dar de nuevo mi voz por lo que siempre me interrogan

y no quiero traducirles más el mundo
no el mío
el que veo florecer emponzoñado
que se eriza sobre mí
no quiero dejarlos entrar
no sus manos diminutas
no sus ojos
no mi cuerpo de res rendida
no

"DELANTE DE LA LUZ TAMBIÉN CANTAN LOS PÁJAROS", DE CARLOS RUTILO

Del poemario Carmen (Editorial Universitaria, 2023)

Scochi, scochi, scochi, konetl

Nelli káki cé cihuatl chicahua

Scochi, scochi, scochi, konetl

Nepa káki cé tlacatl chicahua

 

Duerme, duerme, duerme, niño encunado en la lengua

Que aquí está la mujer poderosa de luz

Que aguarda el sueño en sus manos de agua

Duerme, duerme, duerme, niño encunado en la lengua

Que allá está el hombre poderoso de sombras

Que aguarda el canto en sus manos de aire

 

Scochi, scochi, scochi, konetl

Nelli káki cé cihuatl chicahua

Scochi, scochi, scochi, konetl

Nepa káki cé tlacatl chicahua

Vuelan los cantos en las ramas de árboles viejos. Troncos enderezados en besos de agua.

Hojas secas cuelgan de las ramas de mis brazos y anidan los pájaros de luces.

Scochi

             scochi

                            scochi

                                           konetl

 

que hoy las flores amanecen frescas en los labios

 

y las aves emigran en el canto:

canta el cardenal

 

                             canta el quetzal

 

                                                        canta el colibrí

 

                                                                                  en los lirios de nuestra lengua.

"COSAS QUE SERÍAN MÁS BELLAS SI FUESEN DE COLOR AZUL PERO QUE DE MOMENTO NO LO SON NI PRETENDEN SERLO PRONTO", DE JESÚS DE LA GARZA

De la antología poética “Pasaporte colectivo. Festival de Poesía Luis Alberto Arellano” (Palíndroma, 2024)

Las paredes de mi cuarto. Las albercas del
balneario municipal. Las plantas del jardín
abandonado de mi abuela. Los perros que duermen
afuera de las cantinas.

La sangre de José José. El trago de
José José. El traje de José José en su último
concierto. La nariz de José José después
de un pase de cocaína. Mi abuela
mientras escucha «El triste»
en el último concierto.

El cabello de los policías, un poco como
el jefe Gorgory. También el cabello
de los niños miopes con padres
divorciados y un empleo
en la fábrica de galletas.

La pantalla vacía de
la televisión, aunque creo
que algunas televisiones
todavía muestran el azul.

El radio de transistores
de mi abuelo. Las canciones
de Los Cadetes de Linares en
ese mismo radio.

La cama en la que
nos echábamos mi papá y yo a ver
la miseria de una familia
amarilla. Es justo decir que
los pantalones de Homero
son perfectamente azules.

Y por último, los pollitos
que venden afuera del
Mercado Juárez.
Los pollitos que dicen:
pío, pío, pío.
Cuando tienen
hambre, cuando tienen
frío.

"LIZANDRO O LA BRINCONA", DE ÁNGEL H. CANDELARIA

De la antología poética Trazos y Retazos (Autarquía Ediciones, 2025)

su fin no es serle fiel al paso del sol
una jornada completa de ocho horas,
no,
sino atreverse a destapar una cerveza con las muelas,
levar
la discreción a calce de cuchillo,
mirar la luna sarnosa
balanceándose de azul
reverberando
su bífido mirar de sombra bajo el puente
como ese camión que ya no pasa
pero que uno recuerda
haber visto correr por estas calles,
estas mismitas rutas donde
quizás
alguien igual
dejó su aliento,
la juventud anochecida o la quincena entera.

aparece de pronto,
eso sí,
florecida de acordeones
al júbilo huizache de la verbena cueca,
con su máscara de mármol colorado,
mansa en su fluir de noche encabritando.
es entonces que se para uno.
da vuelta a la aguja
parte en tres la flecha
tembleque sobre las brasas amorosas,
regusta la sal y el resto
de luz entre los dedos previos al convite,
sin miedo a los perros bravecidos
su santidad candela en el fondo del tarro
a media vida.

"MI CUERPO HA APRENDIDO LA POSICIÓN ENCORVADA DEL MIEDO", SOFÍA GALLEGOS CIBRIÁN

Del poemario Carne para hamburguesa (Editorial Universitaria, 2024)

Mi cuerpo no flota como los demás cuerpos en la alberca.
Mi cuerpo se resiste,
se sujeta de la escalerilla,
no cae ni se mece.
Mi cuerpo tensión y arrugas,
un pensamiento sobre perder el piso
sobre pedir ayuda.
Madre también al otro lado de la alberca
permanece sentada sólo con los pies adentro,
nunca aprendió a nadar,
un engaño es el agua,
no te fíes de ella,
puedes hallar muchas cosas
y así fue,
la primera vez que visité el mar
conocí los filos de una lágrima,
hay que tener cuidado con su color
por eso hasta un venero es peligroso,
un brote en el drenaje,
la mínima gotera.
Por eso voy deslizándome sigilosa,
no sé soltarme sin chocar con todo lo que tiene dientes
y ladra a la distancia.

"aa", DE DONNOVAN YERENA

Del poemario Cuando se sube al estrado, mi papá es Rubén Darío (Universidad de Veracruz, 2024)

el día que conocí a mi verdadero padre
lo vi arriba de un podium
en el centro nueva luz
en buena vista, michoacán.
hablaba con la fuerza
de todo un país en huelga,
todos los compañeros
recibían su sabiduría
de boca en boca,
entre cuatro paredes descubrí
que la lengua puede aprender
nuevas formas de decir
lo siento
y las manos se enseñan a edificar
habitaciones de cascarón
el cuerpo debe recordar
que todos venimos
de una casa
sin puertas ni ventanas
y que una vez fuera,
el cuerpo debe aflorar
y hacer monte.