Maradona con los brazos en alto. Manos para qué las quiero: para meter un gol y para alzar la copa. Son las escenas míticas de 1986 cuando el verano mexicano lo hizo suyo. Así se vivió.

A las 13:06 del domingo 22 de junio de 1986, Maradona hizo una de las trampas más celebradas en el futbol, aquellas que solo suelen cometerse en el juego callejero como broma o como abuso. Aquí fue para pasar a las semifinales del Mundial y darle vuelo a la leyenda.

Terry Fenwick, un ropero de 25 años, precipitó un despeje en los linderos del área ante la presión de Jorge Valdano. El balón venía del pie de Maradona quien miró cómo el defensor inglés elevó el balón con rumbo a su portería y tomó mal colocado al portero Peter Shilton.

El guardameta, 20 centímetros más alto que Maradona, no alcanzó a brincar lo suficiente cuando Diego estaba en el aire buscando el balón y alzó el puño izquierdo para bombearlo.

El árbitro Alí Bennaceur, originario de Túnez, dirigió sus brazos al centro del campo para validar el gol de Maradona hecho con la mano. El referí asistente que rondaba los 50 años, un búlgaro de nombre Bogdan Dochev,  asintió en la consulta a distancia sobre la legalidad del gol.

Gary Lineker, el goleador de Inglaterra, el mismo Shilton, Terry Butcher, un carrilero de casi dos metros de estatura, se fueron rabiosos contra el tunecino. Maradona había hecho trampa, reclamaron. Bennaceur nada más les dijo: “play”.

El Estadio Azteca hervía. La mayoría simpatizaba con Argentina y repudiaba a los hooligans ingleses que estaban en la tribuna. La artimaña de Maradona abría el marcador tras una primera parte cerrada y bajo un sol agotador.

Había confusión en medio de la algarabía. Pero no hubo demasiado tiempo para platicar en las gradas de la travesura de Maradona porque tres minutos después vino aquella genialidad donde el argentino en un recorrido de más de 50 metros en once segundos, desde la media cancha hasta la portería rival, burló a cinco jugadores y al portero y cuando sintió el porrazo de un inglés en uno de sus tobillos se desató el balón y con un empujoncito lo acurrucó en la red.

 

Después de ese deleite nadie en el estadio se acordaba de la mano. Jorge Valdano, quien corrió al lado de Maradona aquel trote de cincuenta metros recordó:  “Después de la ducha, Diego me explicó que durante toda la acción, él estuvo buscando un espacio para enviarme el balón y dejarme en posición de disparar, pero él no lo encontró y anotó por obligación. De cierta forma me molestó. Que él no haya tenido el tiempo de pensar y buscarme, que no haya tenido el tiempo de resolver los problemas inmediatos para hacer una finta, es increíble. Al escuchar eso, de repente me sentí a su lado como un muy modesto futbolista”.

Aquello también descompuso el ambiente en las tribunas. Los hooligans crecieron en provocaciones y la barra del Boca Juniors, colocada hasta el techo del Azteca se hizo dueña de la voz. Sus cánticos envolvieron aquella atomósfera y consumaron la burla. Pero habían elevado, dentro del delirio, la tensión. Unos a otros se retaban a gritos y lanzamientos de cerveza. La Guerra de las Malvinas estaba fresca. Acá la rememoraban con escupitajos. Nos vemos a la salida.

De los túneles salen bravos; corren por los pasillos y se deplazan hacia la explanada. Allá van, sin jefe. Los hooligans apresuran a pasos laterales, desafiantes, provocadores. De frente, encuentran a varias decenas de enemigos, la mayoría vestidos con los colores azul y blanco. De este grupo emerge, henchido de valor, un hombre vestido de payaso, aunque con cara de aficionado de futbol. Acuesta en el aire el asta de la bandera de Boca Juniors, enrollada por motivos de seguridad y finta ocho veces. Marca el tiro hasta que se decide y el asta-lanza revienta el pómulo de un diminuto inglés. Crece el grito y los británicos —descamisados y con calzones estampados con la bandera de su país— arman su repliegue táctico hasta diez metros atrás de su posición inicial, sólo para tomar impulso; lanzan botellas y piedras e inician la carrera para arremeter contra los sureños, incluido el agresivo bufón.

Un anciano clama en la explanada del estadio Azteca: “¡Se están peleando las Malvinas!” e inicia su labor juglaresca comunicando a cada uniformado mexicano la noticia. Los zarandea de la solapa y los policías, inmutables, sólo ríen sin saber que 45 minutos después habrían de acudir, azorados, a resguardar a los heridos de guerra ocultos en un expendio de carnitas.

La batalla campal tuvo como resultado unos 25 heridos, ninguno de ellos de gravedad y, oficialmente, ningún detenido, aunque Collin Bell, avecindado de Newcastle, de 26 años de edad, tuvo que pagar 5 mil pesos de multa en la agencia del Ministerio Público número 22, adscrita a la delegación de Coyoacán, por “violaciones al Reglamento de Policía y Buen Gobierno”, según dictaminó, con toda ceremonia, el juez calificador Claudio Corzo.

Durante el pleito un oficial policiaco recomendaba, desde la patrulla 180001: “Cros di estrit, plis… Usen su criterio, corran sólo aquellos que vayan a ser arrollados”. Pero la batalla estaba desatada. Argentina había ganado 2 a 1 con una exhibición impresionante de Maradona.

Encabezados por los porristas de la barra brava de Boca Juniors, los argentinos respondieron armados de varillas, palos, trapos y baquetas de tambores, cuando los hooligans arremetieron.

Decenas de  mexicanos apostados en los puentes peatonales que se convirtieron en el ring side de la trifulca, alentaban a los sureños.

Caía un inglés, luego otro, one more; dos botellas de refresco se hicieron añicos en la cabeza del payaso y una de caguama cervecera reventó en la espalda de un argentino.

“Son unos hijos de puta, animales, no saben perder”, gritaba desaforada en medio de los protagonistas una pequeña rubia a la que, fieles a su tradición de caballerosidad, jamás tocaron los ingleses.

Argentina al final, también dominó esa refriega. Los ingleses salieron disparados  tras una persecución endemoniada de sus contrincantes. La corretiza fue por las banquetas de Tlalpan hasta la colonia El Reloj, cientos de metros hacia el sur del coloso de Santa Úrsula.

Media hora después del inicio de las hostilidades arrancaron las camionetas policiacas–las denominadas julias– ambulancias, motocicletas y camiones chimecos con granaderos en busca de los rijosos.

El grupo de argentinos retornó a la explanada del estadio para seguir su fiesta. Ahí quedaban unos 30 ingleses. Entonces sí actuaron los granaderos. Una valla se interpuso en medio de los europeos y sudamericanos. Los ingleses comenzaron a ladrar azuzando a policías.

Una rápida decisión del oficial Guzmán, quien iba a bordo de la patrulla 14015, zanjó el pleito. Con un discreto dispositivo provoca que los ingleses sean llevados hacia un lugar seguro, las carnitas York, y los encerró bajo llave. Los argentinos fueron enviados a otro lado en camiones de la Ruta 100.

Concluyeron así las más de 15 bronquitas y broncotas de las tribunas que distrajeron el espectáculo deportivo y mandaron las ventas de papas y hot-dogs a niveles lamentables —según la queja de Pilar Margulis, coordinadora comercial de los salchichones.

Abandonado a su suerte, postrado sobre una barda, Reynaldo Sánchez Mendoza, mexicano, se rascaba un rasguño diagonal por toda la espalda hasta darle vuelta en el hombro izquierdo y perderse en el bíceps. El chichón ya ni le dolía; la sangre de la cara ya había coagulado.

— ¿Qué te pasó mano?

— Me golpearon los pinches ingleses y nadie, ni la policía militar, intervino. Vale más un inglés que un mexicano.

— ¿Y por qué te golpearon?

— Nomás por traer la bandera de Argentina, ¿tú crees?

Todo por culpa de Maradona.

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Una semana después de eliminar a los ingleses, Argentina derrotaba a los alemanes con goles de Brown, Valdano y Burruchaga. Diego Armando Maradona ya había llegado a la final del Mundial exhausto y decidió que el mediodía de ese domingo lo dedicaría a pasar, a repartir el balón.

A siete minutos del final, le dio uno de esos pases a Burruchaga para que venciera al portero Shumacher y diera a Argentina el título mundial.

Lo demás fue ver correr a Diego por el Azteca en medio de un tumulto o en andas como rey.

La marabunta paseó a Diego con la copa de oro mirando al cielo, merodearon por el círculo de la media cancha y llegaron en tropel hasta los linderos del área, con el virtuoso enano sobre los hombros. En sentido contrario, y a velocidad endemoniada, dos brasileños levantaban, a falta de jugadores, la enseña verde-amarelha. Y por toda la grama, ejerciendo una trompicada marca personal, decenas de agentes de civil perseguían a los mexicanos indisciplinados que se habían brincado el alambre de púas y las vallas de granaderos para estar en el jolgorio.

Función en tres pistas sobre el césped del Azteca mientras el Presidente de México, Miguel de la Madrid y el canciller Helmut Kohl, acompañados por la dirigencia de la FIFA, abandonaban el Azteca.

Los tres públicos tuvieron su premio. Los argentinos, henchidos de orgullo por la conquista del Mundial de Futbol. Los brasileños festejaron el hecho de que el Comité Organizador les otorgara el trofeo al “equipo más disciplinado sobre la cancha” aunque su selección, consentida en México, no llegara a la final. Los mexicanos conquistamos, gracias a un gesto inusual de los organizadores de la fiesta, el premio “al Mejor Comportamiento sobre las Tribunas”, presea otorgada “por primera vez en la historia de los campeonatos mundiales”, es decir, por primera vez en 56 años. Diez en conducta.

La fiesta de cada quien y cada cual se fue desvaneciendo. A las tres y media de la tarde, 90 minutos después de concluido el partido, la policía militar desalojó a los últimos argentinos de la tribuna principal.

Aunque Maradona era virtuoso con los pies, las imágenes del recuerdo de 1986  eran de sus manos. Con la izquierda marcó el gol que mereció hasta himnos y homenajes y con ambas alzó la única copa del mundo en su vida, la disipada y rebelde vida, que terminó este 25 de noviembre de 2020 a los 60 años de edad.

Por Roberto Zamarripa

Ilustración: Esteban Saldaña