Orión Hernández Radoux lleva más de tres meses secuestrado en Gaza. Su papá Sergio Hernández, y su mamá Pascale Radoux, mexicano y franco-vietnamita, se replegaron en un agónico silencio desde el 7 de octubre, aquel día infame.

Sergio estaba viviendo en Chile, Pascale en París. Tomaron la decisión conjunta de evitar cualquier incursión mediática, no dieron una sola entrevista creyendo que su hijo así volvería, sin ruido, sin aspavientos.

Estaban seguros de que los guerrilleros de Hamás lo liberarían como un acto de justicia, porque no es judío, porque es mexicano-francés con una abuela vietnamita (Vietnam, tan simbólico para la izquierda), porque es un hombre de paz, un libre pensador que tiene una hija de madre iraní y lleva tatuado el nombre de la niña en árabe junto al corazón, porque estaba en Israel por una circunstancia fortuita, porque nada tiene que ver con el conflicto ancestral del Medio Oriente… Pero han pasado demasiados días: más de 110 largas jornadas y Orión no regresa.

Orión estuvo en el lugar incorrecto: el Festival Nova por la paz. Esa mañana en la que los terroristas del grupo Hamás decidieron cometer el peor acto barbárico de los últimos tiempos torturando con crueldad y sadismo, acribillando a mansalva, decapitando, violando y secuestrando inocentes, desde bebés hasta ancianos, a cualquiera que se cruzara en su camino. 1240 asesinados en una sola mañana. 253 secuestrados. Decenas de kibutzim —plural de kibutz, granjas agrícolas socialistas— fueron quemadas con sus propietarios adentro y convertidas en ruinas. Miles de heridos. 200 mil desplazados que aún deambulan en hoteles y en casas que los han acogido, sobreviviendo con un trauma que jamás olvidarán.

Esa jornada fue la provocación para iniciar una guerra en Gaza que nunca debió de haber sucedido. Una guerra que ha dejado miles de muertos inocentes israelíes y palestinos. Una guerra que terminaría si regresaran a los 132 secuestrados que aún quedan en Gaza —Orión entre ellos—: bebés, mujeres, jóvenes y adultos que llevan meses en túneles sin ver la luz.

Hoy la muerte ronda y duele. Hoy Sergio y Pascale, unidos en la tragedia, reconciliados como padres de Orión, desean gritar el nombre de estrellas de su niño, del hijo rebelde que tanto trabajo les costó criar. Buscan traer a Orión a la agenda pública de México, Francia e Israel, también han buscado contactos y ayuda en las embajadas de Qatar, Líbano e Irán a fin de recuperar a su hijo.

Levantan su voz para que Orión Hernández, el único mexicano aún cautivo, uno de los tres franceses que permanecen secuestrados, regrese a casa. Hoy, no mañana. Orión, mil veces gritan el nombre de Orión, el joven soñador de trenza lacia negra azabache hasta la cintura y torso casi completamente tatuado. Su espalda, sus brazos, su pecho están decorados con un nuevo traje formado a la medida de sus sueños, con artísticos soles y mandalas del Cosmos, con evocaciones de la Pachamama, geometrías tribales sagradas de distintas culturas, incluidos diseños budistas, patrones nativos de Asia y ornamentos huicholes.

Orión, el padre de Iyaana —en iraní: mujer con corazón de oro—, una pequeñita de dos años que tuvo con una artesana que huyó de un país árabe en 2017 por el maltrato a las mujeres.

Orión, el líder de la productora de eventos Eudaimonia que, desde 2017, ha organizado 16 festivales de música electrónica donde él y su equipo promueven la paz.

Orión, flechado en 2022 por la escultórica Shani Louk, la joven de 22 años que Hamás exhibió en escalofriantes imágenes tomadas por los propios terroristas el mismo día del ataque. Shani iba inconsciente en la caja de una camioneta que circulaba en las calles de Gaza, la pisoteaban terroristas eufóricos que regresaban a casa con sus puños y sus armas en alto. Un buen número de machos gazatíes celebraban la masacre, rodeaban la camioneta y escupían al cuerpo desarticulado de la joven. Shani, vejado su cuerpo y con una importante herida en la cabeza, era su obsceno trofeo.

EL DESTINO DE LA TRIBU

Del 22 al 25 de septiembre, Orión y su banda organizaron un festival en Thermos, Grecia, fueron cinco días de música electrónica, de bailes, luces, talleres de yoga y reiki, masajes y arte. Era el fin del verano, les fue bien, juntaron a 350 jóvenes en esa ciudad junto al Templo de Apolo.

De junio a septiembre gran parte del equipo de Eudaimonia viajó por Europa para conocer mundo, para sumar nuevos miembros a la tribu, para buscar lugares para organizar festivales y promoverse. Partieron en una casa rodante que compró Orión en Toulouse, pero cuando Bahar, su exmujer, se la exigió, siguieron en camiones, rentando departamentos de Airbnb donde todos cupieran, o acampando en la playa. Se dividían los gastos, compartían gustos similares. De Francia fueron a República Checa, Suiza, Hungría, Croacia, hasta llegar a Grecia.

Del 26 de julio al 6 de agosto, antes de ir a Thermos, acamparon en el festival húngaro O.Z.O.R.A., la mejor fiesta de Europa, una “reunión tribal psicodélica” donde, como en otros festivales, coinciden jóvenes de todo el planeta que aman la música electrónica y el sol veraniego, los mismos valores de la contracultura: “no al capitalismo ni a la codicia”, apreciar la vida sencilla y natural, un espacio de danza y fuga para huir de ataduras, para gozar un franco sentido de liberación.

Orión era el centro de la utopía de esa familia multicultural, de un equipo de doce miembros que llevaban varios años viajando juntos. Este verano de 2023 participaron en el viaje ocho integrantes de Eudaimonia, imposible saber que sería el último viaje para algunos…

A Orión y su pareja Shani, alemana-israelí, una dulce joven de 22 años, alta y bella, que era tatuadora, diseñadora de ropa y tejedora de rastas, se sumaron seis amigos más: Keshet (Kesh) Calfat, un rubio brasileño-israelí de 21 años, surfero y bailarín —el ángel de la fiesta que, como Shani, desconocía que estaba a punto de morir—; Sasha Lombard, mánager de producción y alimentos, acompañado de su novia Charlotte, ambos franceses; el mexicano Yusel, hijo de un mecánico de tractocamiones y agrónomo de profesión que, construyendo tarimas, pérgolas y escenografías para eventos, transformó su existencia; José Soto, de Antigua, Guatemala, productor y encargado de la barra de bebidas y de la logística en los festivales, y Daniela Russo, DJ argentina y tatuadora, responsable de contratar artistas, programar vuelos y hospedajes.

Daniela era la mujer responsable del grupo, la que regañaba a Orión porque resultaba un calvario despertarlo para salir a tiempo de los Airbnb. Si había que salir a las 11 de la mañana, a esa hora seguía él sumido en el quinto sueño. Era ella quien cocinaba desayunos sin cebolla para consentir a Orión. La mediadora entre Orión y Bahar, la niñera de su hija, la sensible consejera.

Es Daniela quien cuenta cómo se fue moviendo la rueca de la fortuna, para que estuvieran el 7 de octubre en el Nova. Es ella quien conoce detalle a detalle lo que pasaron.

—Dos amigos israelíes de Kesh, los gemelos idénticos Abi e Isik, nos ayudaron a construir el escenario en Grecia, eran muy buena onda, habían estado con nosotros en Hungría y, cuando terminamos el festival, Kesh y ellos nos invitaron a Tel Aviv. Dijeron que todavía había sol y que podíamos quedarnos en sus casas. Shani también insistió y a todos nos pareció buena idea seguir la fiesta.

El Tlachi, socio de Eudaimonia, se quedó en Europa y prometió alcanzarlos el 9 de octubre para ir juntos a Egipto. Consiguieron boletos baratos de Tel Aviv a El Cairo. Había planes, había futuro…

Daniela llegó a Tel Aviv el martes 3. Como la casa de Shani estaba lejos y estaban apretados en la de los gemelos, decidieron rentar un departamento en Tel Aviv para los siete. Eran siete y no ocho, porque a Yusel lo deportaron al llegar al aeropuerto Ben Gurión, esa fue su suerte. Él había vivido cuatro años en Israel con Hilá Kogan, una israelí que ya no era su pareja y, como no renovó su visa, no lo dejaron entrar como turista. En ese momento mentó madres, luego agradecería el afortunado empujón del destino.

Ese martes en la noche Keshet, José y Daniela, y las parejas: Sasha y Charlotte, y Orión y Shani, fueron juntos a la fiesta de Sucot en el Bavel para escuchar a su amigo XOMPAX, un DJ mexicano que vivía en Tel Aviv. Ahí se toparon con Shove, otro mexicano, uno de los 32 DJs que iban a tocar en el Nova. Shove los invitó al festival y les ofreció cortesías. Aceptaron gustosos, una vuelta más a la tuerca de la fatalidad.

Miércoles y jueves fueron días de playa, atardeceres y mercados de antigüedades, de disfrutar Tel Aviv, una ciudad cosmopolita, alegre y juvenil, calificada por el New York Times como “la capital Mediterránea de lo cool”, una urbe que nunca duerme porque tiene vida nocturna, la mejor cocina y una cultura liberal que todo lo impregna.

—A Orión le encantaba molestar a Shani, ella se le colgaba, él la hacía a un lado, pero era un juego de coqueteos —cuenta Daniela—. Era muy lindo verlos cómo se miraban, cómo se acariciaban el pelo, cómo sonreían.

La noche del jueves, Orión durmió en casa de Shani. No era la primera vez. Entre 2022 y 2023 Orión fue tres o cuatro veces a Israel, en principio a visitar a Yusel, su “hermano” y socio en Eudaimonia, que vivió cuatro años con Hilá cerca de Tel Aviv. Yusel lo había convencido de que Israel era el mejor lugar para festivales masivos, el sitio por excelencia por la pasión, libertad y energía de los jóvenes. En esas idas y venidas Yusel lo introdujo con Mark Bash, un talentoso artista ruso-israelí que le tatuó a Orión un calendario maya en la nalga y también Yusel fue testigo de cómo se conocieron Orión y Shani.

—En diciembre de 2022 fuimos al Bavel para platicar con los mánagers del lugar, andábamos haciendo scouting para encontrar socios para eventos. Shani estaba bailando en la pista y desde que Orión la vio, se clavó con ella. Era una chava pacifista que cuestionaba al ejército. Un ángel, una mujer muy dulce. Una talentosa dibujante, de hecho, estaba haciéndole un diseño a Orión para tatuarlo. Sonreía tan lindo que era imposible no quererla. Orión cayó completivo, ya no la soltó.

El viernes tempranito, Sasha, José y Daniela se fueron a rentar un coche al aeropuerto, un sedán con maletero, porque la fiesta era lejos, a una hora y media de Tel Aviv, y en el coche de Shani no iban a caber. Orión y Shani cenaron tacos en un local mexicano frente al departamento en el que estaban todos alistándose para ir a la fiesta.

—Shani y yo nos maquillamos y vestimos juntas, se veía bien bonita. Nos tomamos una foto que quedó en su celular —recuerda Daniela—. Yo me puse botas negras de plataforma, un vestido al cuerpo sin mangas y mi cangurera. Ella también llevaba botas, iba con una falda-short en su cuerpo estilizado y un top marrón con negro. Lo que se ponía le lucía increíble. Para los chicos todo era más simple: una bermuda, una playera. La de Orión era negra y tenía los 7 chakras en la espalda, los canales de la energía.

Charlotte, la novia de Sasha, les anticipó que ella “no sentía vibra” para ir al Nova, que se iba a quedar a descansar. Tampoco los gemelos Abi e Isik se animaron, era viernes y ellos respetaban shabat. Por ese golpe de suerte, los tres se libraron de deambular en el infierno.

Orión manejó el coche de Shani y Keshet se fue con ellos en la parte trasera. En el auto rentado iban José, Daniela y Sasha. Así se determinó la suerte, así lo dictó la fortuna.

Al llegar a la fiesta, un descampado a escasos kilómetros de Gaza, dejaron los coches casi junto a la puerta del estacionamiento, a veinte metros uno del otro. Aún había lugar, era pasada la medianoche y todavía no llegaban los tres mil jóvenes que ahí se conjuntarían un par de horas después. Pensaron que Shove estaba por tocar, pero les confirmó que faltaba mucho para su turno, que era al mediodía del sábado. Los dos escenarios al aire libre proyectaban luces psicodélicas de colores con figuras abstractas al ritmo de la música electrónica. Les pareció que todo estaba bien organizado, 24 horas que prometían furor, gozo y mucha diversión.

Bailaron durante un buen rato sin copas de por medio. A las 5:30 de la mañana se fueron al sedán a descansar. Todos menos Kesh que, rodeado de cuates, se quedó a celebrar la vida, a vibrar por la paz. La fiesta todavía iba para largo, cuando menos catorce horas más de contracultura rave, de música electrónica, repetitiva, hipnótica, en ese desierto alejado de la civilización, con miles de jóvenes danzando hasta que cayera la noche una vez más.

Los cinco adentro del coche se tomaron una selfie, una última foto, sonrientes, bien apretaditos en las sombras de la obscuridad. A las 6:30 se bajaron, estaba amaneciendo y ya no hacía tanto frío. Orión se fue a dejar su sudadera al coche de Shani. Ahí mismo, aún en el estacionamiento, separados unos de otros, comenzaron a ver detonaciones en el cielo. Pensaron que eran fuegos artificiales. Primero en un lado del escenario, luego se iluminó todo el firmamento. Las explosiones eran demasiado estruendosas. Comenzaron a ver gente correr, no entendían. La música seguía, pronto la cortaron y por los micrófonos se escuchaban mensajes de agobio en hebreo.

—Detuvimos a un chico israelí, se llamaba Nitah (se pronuncia Naita), le preguntamos si hablaba inglés, queríamos que nos dijera qué estaba pasando. Había mucha confusión. Nitah preguntó si teníamos coche y se subió con nosotros para dictarnos el camino. Éramos de los primeros en salir. Nos pidió que nos detuviéramos y Nitah casi nos jaloneó a Sasha, José y a mí a un búnker de concreto a cinco minutos de la fiesta. No había tiempo para aclaraciones, sólo dijo que eran misiles que lanzaban desde Gaza. Muy pronto éramos como quince personas apretadas en el refugio, no cabía un alma más.

“Apenas entramos, sonó el teléfono de Sasha, puso el altavoz. Era Kesh, preguntaba dónde estábamos. Dijo que él iba con Orión y Shani en el coche y por lo que entendí ya nos habían pasado. Nosotros pensábamos que seguían en la fiesta y nos quedamos tranquilos de saber que iban juntos, pero, mientras hablábamos, escuchamos disparos. Shani comenzó a gritar, Orión también y la voz de Kesh se rompió en aullidos de dolor, luego sabríamos que lo habían balaceado. Los estaban atacando. Se cortó la llamada. No entendíamos. Sasha y yo entramos en pánico. Dudamos si debíamos tomar el coche para seguirlos, para ir a buscarlos, pero menos de un minuto después volvió a sonar el teléfono. Nuevamente era Kesh, su voz era ya un hilo demasiado débil, seguían los disparos. Alcanzó a decir: ‘No tomen el carro, sálganse de donde estén y corran…’. Fue lo último que supimos de ellos”.

Todos en el bunker escucharon la llamada, pero, acostumbrados a resguardarse de los ataques aéreos en refugios, ahí se quedaron. Sólo Nitah reaccionó y salió disparado con Sasha, Daniela y José en sentido opuesto a los coches. Había mucha gente escabulléndose, dispersa, corriendo en distintas direcciones. Escasos minutos, quizá segundos después, escucharon una explosión muy grande detrás de ellos, una granada voló el búnker y todos los que ahí se habían quedado reventaron en pedazos.

Nos habíamos salvado una primera vez, quizá dos veces, todavía faltaba demasiado…

 

CONSIGNA: SOBREVIVIR

Sasha, José, Daniela y Nitah comenzaron a correr para salvar sus vidas. Veían al frente, no volteaban atrás, sólo por momentos se frenaban a escuchar las detonaciones, cada vez se oían más cerca. Había misiles en el cielo, granadas que estallaban, también ráfagas de ametralladoras a escasos pasos de ellos. Oían inclusive el paso de tanques de guerra. Veían gente herida, escuchaban lamentos. Su foco era correr, no pensar, sólo aguzar el oído. No ver, deambular sin consciencia. El miedo generaba suficiente adrenalina para acelerar el paso.

Nitah les dijo que hacía más de cincuenta años que no había ataques de ese tipo, pensó él que sólo habían arremetido contra el Nova. No tenía manera de saber que era una embestida simultánea de Hamás en toda la frontera: tres mil terroristas estaban en Israel con sed de sangre, dispuestos a torturar, quemar y decapitar a familias con crueldad, a violar en pandilla a cuanta mujer encontraran a su paso.

Después de un buen rato hallaron una plantación de olivos, de lejos parecía un buen lugar para guarecerse, pero al llegar constataron que esos árboles legendarios tenían escasas raíces, sus troncos torcidos y su follaje eran buenos para hacer sombra, no para ocultarse. Desde ahí vieron a lo lejos a tipos montados en motocicleta, iban gritando en árabe, disparando a mansalva. Se pusieron pecho tierra para no morir. Cuando ya no escucharon más tiroteos, se levantaron para reanudar el paso. ¿Hacia dónde seguir, a dónde ir? A donde los llevaran sus cuerpos, a donde los encaminara su intuición. Sobrevivir era una moneda al aire, la suerte estaba echada.

 

En el desierto es difícil camuflarse, es una planicie eterna de arena en tonos ocres. El sol subía, generaba destellos y resplandores. El calor era creciente. No había tiempo para lamentos. Tampoco para pensar. Durante cerca de tres horas corrieron los cuatro juntos, tomando decisiones con el oído alerta, alejándose de las detonaciones que seguían y seguían y seguían. No pasaba un minuto entre una y otra. Explosiones y más explosiones. Ráfagas y más ráfagas. Y en el cielo los misiles. Había heridos y muertos sembrados por doquier. Estaban exhaustos, pero no había alternativa.

Cerca de las diez de la mañana, después de correr más de tres horas, Sasha decidió no seguir. No podía más. Encontró un hueco bajo un árbol, el tronco bajaba al piso y ahí se metió, ahí se enconchó. Aseguró que no daría un paso más, estaba en shock, le temblaba el cuerpo entero. Como no cabía nadie más que él, como no había otro espacio, como Daniela, Nitah y José estaban muy expuestos, les pidió que siguieran, que fueran a pedir ayuda, él les mandaría su ubicación para que regresaran por él.

José tomó de la mano a Daniela para seguir, ella se paralizó, decía que sin Sasha no iría a ninguna parte, insistía que no podían abandonarlo, pero Sasha estaba en lo suyo. Ni un paso más, repetía, se tapó la cabeza con su chamarra, se echó ramas encima y así escondido, casi enterrado, les imploró que siguieran. Sólo él tenía pila en el celular, poca, pero suficiente para mandar su ubicación al chat de Eudaimonia. Lo hizo a las 10:31. Insistía que cuando ellos estuvieran en un sitio seguro, cuando cargaran sus teléfonos, tendrían el sitio exacto donde él había quedado. Daniela decía no, él que sí. Fue el momento más duro, el de la despedida de Sasha.

Los ataques proseguían, estallaban explosivos en las proximidades. A Daniela se le dobló el tobillo, la plataforma de la bota no aguantó más, se desprendió y su pie tronó. Se quitó las botas, deseó que sólo fuera algo muscular. No podía desmoronarse, no en ese momento. Por suerte llevaba calcetines y así, casi descalza, siguió adelante con Nitah y José. Ella no se quedaría a ningún precio.

Pasos después, a un costado del camino, encontraron a un conductor muerto en el interior de un coche, su acompañante imploraba ayuda, estaba muy mal herido, pero los motores de las motocicletas se escuchaban demasiado fuerte. Daniela se conmovió, quiso detenerse a ayudar al hombre, pero Nitah no se lo permitió. Si se quedaban, a ellos también los matarían. No había espacio para la conmiseración, para el humanismo. Había que seguir corriendo. Los malos estaban cercándolos. Se movieron cautelosos tratando de alejarse del sonido de las balas, luego se dieron cuenta de que habían corrido en círculo porque regresaron al mismo lugar, ahí donde estaba el hombre que pedía ayuda, pero ya estaba muerto.

Sin rumbo, sin saber cómo sobrevivir, agarraron para otro lado. Era como si estuvieran dentro de una escena de guerra, actores en una película. Correr… correr…. correr… sin saber si lograrían volver a sonreírle a la vida. Correr para dejar el infierno atrás.

Alrededor de las 3:30 de la tarde se toparon con otra plantación de olivos, a lo lejos había un enorme contenedor de fierro con tierra y piedras a tope. Esa podía ser su trinchera. Cuando llegaron constataron que había más gente de la fiesta en ese mismo sitio, siete personas más buscando guarecerse. Todos silenciosos, todos con miedo, todos en alerta máxima. Daniela que es muy chiquita se metió debajo del contenedor. Nitah y José se colocaron a un costado con los otros sobrevivientes del Nova. Había heridos: uno tenía un disparo de bala en el tobillo, otro tenía fracturado el brazo. Todos estaban en profunda conmoción, nadie hablaba, nadie se quejaba, no había llanto. Sólo alerta máxima. Para entonces los disparos sonaban a lo lejos. Se habían acostumbrado a contar los segundos entre balazo y balazo y, por vez primera, se sentían un poco más seguros. Hacía demasiado calor, a pesar de haber corrido siete horas no sentían sed ni cansancio, cada uno a su modo estaba en modo sobrevivencia, con el cortisol a tope.

Una chica dijo que era militar. Se llamaba Neta. No estaba trabajando, había ido a la fiesta. Trató de contactar a alguno de sus compañeros, mandarles su ubicación para ver si los podían rescatar. Dos horas después, sobre el pastizal seco, fueron haciéndose visibles cuatro hombres entre los centelleos del desierto. Venían pecho tierra, hubo momentos de miedo e incertidumbre, era difícil saber si se acercaban a salvarlos o a matarlos. El silencio era absoluto, el calor insoportable. Poco a poco su presencia se hizo más evidente. Eran cuatro militares israelíes que, desde una cierta distancia, tomaron una imagen con su celular de los sobrevivientes que rodeaban el contenedor. Esa foto, en la que Daniela no se ve porque seguía abajo del remolque, quedó para la historia. Los militares pidieron esperar, llamarían a otros compañeros con transporte.

Al cabo de un rato, llegaron dos camionetas, una pick up del ejército y un coche especial capaz de maniobrar sobre arena. En este último se llevarían a los heridos. En la parte trasera de la pick up, en la caja semiabierta, en un espacio donde hubieran cabido cuatro, iban ocho personas encimadas, abrazadas en el suelo.

—Yo iba agarrada de José. Sólo pensaba: qué pedo, qué fue esto, qué pasó —recuerda Daniela.
Circularon treinta minutos. No veían nada, no escuchaban nada, la arena volaba, les pegaba en los ojos, era imposible respirar, había que cubrirse la cara. Finalmente, cerca de las 5:30 de la tarde llegaron a una estación de policía donde había más heridos, mucha sangre, más personas sobrevivientes. El shock colectivo se extendía como una mancha de denso petróleo. Había jóvenes de la fiesta que habían consumido sustancias o alcoholizados, y se notaba que estaban aún más perdidos. Iban y venían ambulancias.

Daniela y José estaban preocupados porque no veían a sus amigos. Reconocieron a dos chicos que también habían estado en la fiesta de Hungría, pero de Orión, Shani y Kesh, nada. No había la más mínima señal de que hubieran sido rescatados. El tobillo de Daniela estaba muy hinchado, le ofrecieron llevarla a un hospital, no quiso, había otras personas más graves que necesitaban ayuda urgente. Ella podía esperar, no estaba dispuesta a despegarse de José. No encontraron donde cargar su celular para saber si alguien ya había rescatado a Sasha; si Orión, Shani y Kesh habían regresado.

Yusel, que cuando lo deportaron de Israel viajó a Rumania, recibió la ubicación de Sasha de las 10:31 am. Para entonces ya era evidente la masacre sorpresiva de los terroristas de Hamás, la crueldad y bestialidad con las que atacaban los kibutzim y a los jóvenes del Nova. Los mismos terroristas transmitían en streaming directo de Facebook live su maldad, y las imágenes corrían por el mundo entero.

Yusel pidió ayuda a sus amigos de Israel. Su primera llamada fue a Shove para ver si estaba bien. Le contó que se había salvado de milagro porque, como le tocaba ser DJ en el Nova al mediodía de ese sábado, a las 6 de la mañana se salió de la fiesta para ir a buscar su equipo a un moshav retirado, donde se hospedaba, y para su suerte no vio nada. Shove fue quien buscó a contactos militares para que fueran a rescatar a Sasha.

Ya entrada la tarde, cuando todavía había terroristas en la zona, llegaron al árbol donde estaba escondido. Llegaron soldados en un tanque de guerra con la bandera israelí. A Sasha, según sus amigos, le tocó ver el campo sembrado de coches quemados, cuerpos calcinados, muertos por doquier, mujeres violadas y asesinadas—desnudas en sus partes íntimas—, una carnicería humana, la barbarie absoluta… Fue tan brutal lo que vio y vivió, que aún hoy no sale del estupor.

Para las 6, a José, Daniela y Nitah los condujeron a un refugio en un barrio de casas, donde había más sobrevivientes. Vecinos israelíes de la zona les ofrecieron agua, comida y fruta, posibilidad de cargar sus celulares, inclusive a Daniela, empanizada de arena, le permitieron darse un regaderazo y le ofrecieron ropa limpia. Las televisiones de las casas estaban encendidas, la gente estaba aterrorizada. En ese momento comprendieron la magnitud de lo que había sucedido. En cuanto pudo, José llamó a Charlotte. Respondió que por fortuna habían localizado a Sasha y que ya iba en camino a Tel Aviv.

Lo que derrumbó a todo el grupo de Eudaimonia y al mundo entero, fueron las imágenes de Shani, tirada en la parte trasera de una camioneta que desfilaba en las calles de Gaza. Como parte de su propaganda, los militantes de Hamás viralizaban su cuerpo roto e inconsciente, rodeada de terroristas que festejaban la masacre. Iba pisoteada y herida. Semidesnuda. Shani era la cereza del pastel, del odio y la infamia, estaba en todos los noticieros, en los chats de WhattsApp, era el primer video de contenido violento y terrorista que se viralizaba. Cuando Daniela la vio comenzó a llorar. No había duda. Era Shani. Supuso que estaba muerta. ¿Cómo podía ser posible? ¿Y Orión, y Kesh, dónde estaban?

A Yusel le pasó lo mismo. En Rumania vio las imágenes, estaban en todos lados.

—Lo primero que vi al despertar en Brasov, fue un mensaje de mi amigo Mark (el tatuador). Me preguntó por Orión. Me pidió que viera un video, que hiciera lo posible por reconocer quién estaba ahí, porque él no podía (o no quería) constatar lo que sus ojos le dictaban.

No había duda, era Shani. Tenía los tatuajes que Mark le había hecho en las piernas, las rastas en el cabello, el short y el top que compró con nosotros en Europa. Se ponía bonita, con mucho estilo. Era ella, era la mujer tierna y fuerte que conocíamos. Me pareció que estaba muerta. Fui yo quien llamó a la familia de Shani, pero el papá, que es policía, me dijo que, hasta no tener pruebas, para él Shani estaba viva. Secuestrada, inconsciente, pero viva. Su madre también se resistía, su niña tenía apenas 22 años y su nombre pasó a la lista de secuestrados por Hamás. Así nos mantuvimos con el paso de los días, entre la esperanza y la incertidumbre. Yo estuve muy cerca de la familia de Shani, rezando, pidiendo, exigiendo.

Ricarda Louk, la mamá de Shani, convertida en figura mediática, declaró que tenía “evidencia” para saber que a su hija la estaban atendiendo en Gaza: su tarjeta de crédito la habían utilizado cerca del Hospital Indonesia. Fue hasta el 30 de octubre, 23 días después del atentado que, con un hueso de su temporal encontrado cerca del festival y rastreado con pruebas de ADN, confirmaron su muerte.

Ese 7 de octubre en la tarde, dos vecinos se ofrecieron a llevar a José y Daniela a donde pudieran tomar un camión a Tel Aviv. Los condujeron al estacionamiento de un centro comercial donde había decenas de refugiados; les tomaron nombres, apellidos, nacionalidades. Un chofer voluntario y un militar armado los condujeron a Tel Aviv. Aún había terroristas en todo Israel. Al llegar al departamento, como a las 10:30 de la noche, se abrazaron con Sasha, también venía llegando. Lloraron juntos, no podían creer que estaban vivos. Los tres del coche rentado estaban a salvo. El destino de los otros tres amigos era de absoluta incertidumbre.

Esa noche las alarmas seguían incesantes. Había misiles y ataques. A cada rato corrían al refugio antibombas del departamento. En Israel, todos los espacios tienen un refugio, y por los ataques constantes, la sociedad está acostumbrada a que una vez que suenan las alarmas cuentan con escasos segundos para resguardarse. La Cúpula de Hierro, el poderoso escudo antimisiles de Israel, logra detectar y destruir en el aire gran parte de los cohetes, pero no todos. La amenaza persistía.

Héctor, un amigo mexicano de Eudaimonia, se animó a marcar al celular de Orión. Contestaron en árabe. Al minuto le colgaron. ¿Dónde estaba Orión? Héctor llamó a Daif, un refugiado kurdo que habla árabe, parte de la familia multicultural de los festivales, y le pidió que él llamara. Tuvo suerte, le contestaron.
Narra Yusel esa parte de la historia:

—Daif habló en árabe, con todos los respetos de su lengua, con la forma que ellos hablan. Le dijeron que no se preocupara, que Orión estaba con otro grupo de secuestrados. No con Hamás, sino con la Yihad Islámica. Nuestra esperanza era que le hubiera tocado otra clase de personas, que no lo trataran mal.

Sasha, Charlotte, Daniela y José querían irse cuanto antes de Israel. Se avizoraba una guerra cruenta. No había vuelos, pero ese domingo, un amigo de Sasha que trabajaba en Arkia Airlines, una de las únicas aerolíneas disponibles, les consiguió un vuelo para el martes rumbo a Atenas. También hay una imagen de ellos en ese vuelo.

El miércoles encontraron el cuerpo de Keshet en las inmediaciones del festival. Había muerto baleado. Su esperanza, desde ese momento de desconsuelo, sigue puesta en Orión. Ser fuertes para Orión.

POR SU LIBERACIÓN

Cuando Orión fundó Eudaimonia en 2017 —con nombre griego, una invitación a la “felicidad”, a “estar bien”, a disfrutar la “vida buena”, a “florecer”— nunca imaginó que estaba construyendo un ejército de amigos de todo el mundo que, inmersos en la contracultura, se unirían para pedir por él, por su liberación.

Hoy, cansados de esperar, con el apoyo de Sergio Hernández y Pascale Radoux, papás de Orión, levantan la voz en el Parque México de la capital, en Tepoztlán, San Cristóbal, y lo harán en ciudades de Europa, donde sea necesario, para pedir que Orión vuelva a casa.

Eudaimonia conjuntó los mundos antagónicos con los que creció Orión. Fue el guion perfecto, la síntesis para fundir la industria de la hospitalidad de su papá, restaurantero y dueño de bares, con el mundo zen y artístico de la mamá con tintes de budismo, amor a la naturaleza, silencio y paz interior.

Al nacer Orión en 1992, Sergio fundó el restaurante Vucciria, frente al Parque México, uno de los detonantes de la Condesa; y ya luego, la Planta Baja en la Obrera que dio vida al Centro, y más de diez bares como Interior 1 o la discoteca del Continental. A Pascale no le gustaba ese entorno. Hija de un militar francés y una madre vietnamita que no quisieron hacerse cargo de ella (Indochina era colonia francesa), intentó reconstruirse en México a donde llegó a los 16 años, liberarse de años de abandono y rechazo. Fue modelo de Vogue, fue la imagen en los videoclips promocionales de “La Chica Robot” de Maná y la joven de “Las mil y una noches” de Flans, pero al nacer Orión se empeñó en dejar la frivolidad atrás, dedicarse a su hijo y pintar paredes con sentido artístico.

Educar a Orión fue un campo de batalla entre Sergio y Pascale, y el niño lo resintió formando su carácter duro, rebelde y resiliente. Fueron idas y vueltas, temporadas con papá, otras con mamá, en Cozumel, París, Tepoztlán, Ciudad de México, Uzes (pueblo medieval al sur de Francia), Tulum, Cancún, Valle de Bravo, de nuevo a Francia donde Pascale vivía en un centro budista, para finalmente regresar a México con su padre.

De adolescente fue campeón de patineta, hacía piruetas en el Parque México como nadie, y pasaba sus tardes grafiteando paredes, ponía Radoux en letras danzarinas de todos colores. Traía un collar de púas en el cuello y lo corrían de todas las escuelas. A los 17 años se independizó, se fue a vivir con una novia, trabajaba vendiendo sushis y ensaladas. A los 19, ya hacía fiestas con música electrónica y eso derivó en los festivales con yoga, conciencia ecológica, masajes, arte, tatuadores y amor por las artesanías locales. Así creó su sello.

Con el enorme ángel que lo caracteriza formó Eudaimonia, ese gran equipo, su nueva familia, la banda que hoy reclama su liberación…