Alonso Ruvalcaba posee una colección de 91 salsas embotelladas, la mayoría de ellas mexicanas

La salsa es todo lo que no es esencia, aunque normalmente está hecha de esencia. Es el juego, la floritura, la coquetería. La salsa une ingredientes y a veces divide a los humanos.

Alrededor de las salsas existen debates irresolubles y por tanto un poco inútiles. Por ejemplo, aquel en que se trata de resolver qué es lo más importante de un taco: la tortilla, el relleno o la salsa. Uno puede responder que la salsa, claro, salvo cuando no lo es.

Un debate menos común pero también irresoluble es este: ¿el pico de gallo es una salsa o es una ensalada? Una salsa, claro, salvo cuando lo vemos como una ensalada. En realidad, todos sabemos qué diablos es una salsa hasta que nos tratamos de responder qué es una salsa: ahí empiezan las dudas. (Iba a decir que la salsa es la salsa de la vida, pero no es cierto: la sal es la salsa de la vida.)

Indisociable del taco

Hay salsas que ligamos a platillos. Hay una salsa verde de chile serrano y ajo que no podemos separar de la costumbre del taco de canasta, esa sana manera de fast food; hay una salsa de chiles de árbol que ineludiblemente asociamos al taco árabe –seguramente derivada de la harissa de chiles rojos que moja un shawarma– y existe un guacamole muy líquido y una salsa de morita que sentimos, de alguna forma humanísima, que deben ir en un taco al pastor junto con su breve jardín de cebolla, cilantro y una rebanadita de piña.

La salsa de un taco al pastor es una capa de la historia de la humanidad; otra, la nixtamalización; otra, las migraciones; otra, más antigua, el tiempo en que aprendimos a rostizar; otra, cuando –terribles ya y pequeños bajo el cielo y el futuro– domesticamos el fuego. En verdad, cada cosa es Babel.

SALSAS MEMORABLES

Hay salsas que asociamos a restaurantes o puestos muy específicos. Antojitos Esther, probablemente el segundo mejor restaurante de la Ciudad, es notable por su salsa de pasilla, picosa, ahumada, casi dulce, servida en el tlacoyo más sencillo posible.

El Güero en el Mercado San Juan de Aragón ahoga sus gorditas con una sorprendente salsa casi roja casi naranja. (Si en El Güero no piden su gordita ahogada realmente no fueron al Güero.)

En Tacos de Hígado, allá en Nonoalco, la salsa, servida desde una cubeta, es de chiles rojos que parecen frescos y es tan de ese lugar como su maravilla de taco de hígado encebollado.

COMPENDIO EMBOTELLADO

Todas aquellas salsas son preparadas el día que se consumen o poco antes. Luego están las embotelladas, que han sido mi cruz, mi maratón y mi dicha durante los últimos cuatro años. (Me aficioné en Altata, Sinaloa, donde casi cada marisquería embotella su propia salsa.)

No hay espacio aquí para intentar una taxonomía completa de la salsa embotellada. Su alcance es amplísimo. Pueden clasificarse por la intensidad de su picor –y de hecho varias marcas lo hacen en la etiqueta. El lema de Salsa Chingona es “pica un chingo”; la Valentina amarilla es simplemente picante mientras que la negra es “muy picante”; la Bitache, llamada así por un malvado insecto común en Sinaloa, dice: “ESTA SÍ PICA”, y es completamente cierto. (No puedo entrar en las salsas de Estados Unidos, pero allá el nombre mismo puede ser clasificación del picor: Flaming LipsDaBomb Beyond Insanity o Satan’s Blood llevan en la nomenclatura la advertencia.)

En una clasificación por ingredientes hay que hacer una distinción clave: ‘con vinagre’ y ‘sin vinagre’. En la familia ‘con vinagre’ estarían Tabasco, sus derivados (verde, chipotle, etcétera), y algunas similares, como la Tampico o las Chitumá. Y claro, muchas otras como la Cholula o la Valentina, que todo el mundo conoce, o la Salsa San Pedro, mundialmente desconocida. La San Pedro, que se hace en Santiago, Nuevo León, es ultranorestense en sus ingredientes: chile cambray, orégano y comino, además de vinagre de manzana. Es deliciosa, ahumada, ácida, salada, y pica en serio, pero nada que lastime. La venden en La Tonina, en la colonia San Rafael.

Si no tienen vinagre, las salsas pueden darnos pistas de aromas y sabores vía sus chiles (solos o combinados) y agregados. Una fácil de distinguir es la macha, cuyo camino a la conservación está en el aceite y el uso de chiles secos y cacahuates o semillas. En el Barrio de San Juan venden una macha de chiltepín completamente brutal: acérquensele con precaución.

Una señora que heroicamente se pone en el tianguis de Tlacoquemécatl vende de ajonjolí, de chía, de cacahuate, todas deliciosas… La Iki de morita le da buena parte de su personalidad a la cocina de Fideo Gordo en la Roma. Seguramente por su textura lo común es que una macha no se embotelle, sino que se envase o enfrasque, pero en Mi Compa Chava existe la Arremangapelos, que sí se embotella y se sirve con gotero para que uno no pierda la lengua en el intento.

Los chiles son aún más importantes en las salsas sin vinagre, pues el vinagre y su fermento suelen tener una cualidad muy poderosa. El Sabor de Oaxaca, de chile pasilla mixe, tiene el espíritu ahumado de ese chile modificado con gusano de maguey o chapulín.

El amashito, un chile piquín/chiltepín verde del estado de Tabasco, le da una nota como joven y herbal a la salsa Tay. La Búfalo Clásica está hecha a fuerza de chile guajillo, lo cual le da una cualidad sombría, nocturna.

Las salsas de habanero estilo Yucatán pueden tener algo de frutal, justo como ese chile con Denominación de Origen. Algunas de por allá –genuinamente o nomás adoptando ingredientes–, como las de El Yucateco, las de Lol-Tun, las de Chimay son conocidísimas. Otras, como Melinda’s La Hija del Yuca, no tanto. Melinda’s tiene un poquito de zanahoria, lo cual acentúa la dulzura; la “negra” de La Hija del Yuca tiene habanero ahumado al carbón y un buen de ajo. Esa la venden en El Yucateco, en el Mercado de Medellín.

Las salsas negras yucatecas obtienen su negrura del tatemado; las negras de Sinaloa, indispensables para un buen aguachile negro, de la soya (gran favorita: Salsa La Negra, que se hace en Los Mochis); la negra de La Costeña, que es una joya creo que poco conocida (para ser La Costeña, vaya), del tamarindo, el azúcar y la soya…

Nunca vamos a acabar, porque la salsa es muchos mundos y muchos mundos dentro de esos mundos. La salsa es todo lo que no es esencia, aunque normalmente está hecha de esencia. Es el juego, el adorno, el piercing, el tatuaje rojo de la comida sobre el cuerpo y a veces, amigas, amigos, que pueblan estos mundos interminables, a veces también es el llanto.

Alonso Ruvalcaba | Despierta con antojos. Es productor en “Pan y Circo” (Amazon Prime) y autor de “24 horas de comida en la Ciudad de México” (Planeta 2018).
Fotos: Iván Serna, Archivo REFORMA y Canva
Edición y diseño: Rodolfo G. Zubieta
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