“Moriré torero”, declaró unos días antes de que el Presidente colombiano, Gustavo Petro, firmase y sancionase el lunes la norma. En un máximo de tres años, las plazas de toros deben quedar únicamente para espectáculos deportivos y culturales.
“Seguiré ejerciendo por fuera del país y en mi país, mientras se pueda. Y cuando no, lo haremos ilegalmente, porque esta es nuestra vida, nuestra pasión”, dijo con firmeza Caqueza, de 33 años, en la plaza La Morenita de Choachí, a 53 kilómetros de la capital colombiana. Allí nació y tomó la alternativa, en referencia al día en que un novillero pasa a ser matador de toros. Inició en el mundo del toreo a los 12 años con un capote, como aficionado.
Con la nueva ley, Colombia sale del reducido grupo de países de tradición taurina en los que es legal la tauromaquia y que incluye a España, Francia, Portugal, Venezuela, Perú, Ecuador y México. En estos dos últimos, se prohíben las prácticas taurinas parcialmente en algunos estados y ciudades. En otros territorios de la región, como Argentina, Chile y Panamá, están prohibidas las corridas.
A la firma presidencial de la ley, en plaza de toros La Santamaría de Bogotá, la más importante de Colombia, le seguirán tres años de transición en los que las corridas estarán permitidas bajo una reglamentación que expedirá el Gobierno, antes de entrar en vigencia la prohibición total.
A partir del 2027 no podrá haber más corridas de toros, pero tampoco rejoneo, que consiste en torear a caballo; ni novilladas y becerradas, que en las que se lidian novillos de menos de tres años; ni tientas, en las que un torero prueba a las mejores vacas y toros sementales.
Con esta decisión, la vida de Caqueza así como la de otros toreros, novilleros, picadores, banderilleros y ganaderos, quedó en la incertidumbre.
En Colombia, no hay cifras disponibles sobre cuántas personas dependen de la tauromaquia y, por tanto, no es claro el impacto económico y social que tendrá la ley. Pero, como muestra, el Alcalde de Manizales, Jorge Rojas, ciudad taurina del centro oeste del país, menciona que la temporada de toros de enero genera entre mil y 4 mil empleos directos y convoca a 70 mil espectadores.
Hay 12 plazas de toros permanentes en el país con capacidades que van desde los 3 mil a los 10 mil espectadores en ciudades capitales como Bogotá, Manizales, Medellín y Cali y en municipios más pequeños. También las hay provisionales y portátiles —con estructuras metálicas o de madera— que son instaladas para festividades de pueblos y zonas rurales. Algunas son privadas y no queda registro de asistentes o del dinero recaudado.
“Para mí el toreo es como amar y es como si nos hubieran prohibido amar”, lanzó Nicolás Nossa, torero de 70 años al que llaman “matador” y que dirige la escuela de toreros de Choachí, fundada en 2006. De allí han salido en estos casi 20 años seis toreros y aproximadamente 100 novilleros.
En el ruedo, un toro hecho de cartón, con pitones reales y sostenido por una carreta de metal, embiste a quienes practican con el capote.
Fue en ese ruedo donde Caqueza aprendió a torear, como uno de sus primeros estudiantes. Quería seguir el anhelo de su padre, quien trabajaba en una ganadería.
Actualmente hay un grupo de niños entre los 8 y los 14 años con la misma aspiración, pero que han interrumpido sus prácticas desde que el Congreso aprobó la prohibición.
“Creo que los que hacemos parte de mi generación nos duele más, porque hemos tenido la posibilidad de ver la grandeza del toreo”, asegura Nossa, quien considera que hace unos años eran muy respetados.
!Representábamos el héroe de carne y hueso, porque lo que pasa aquí es de verdad… Y si te tienes que morir, te mueres de verdad, como muere el toro de verdad”.
Sus esperanzas de que el toreo no se extinga en Colombia quedaron reducidas ahora a una demanda que impulsarán ante la Corte Constitucional contra la ley, con miras a que se revoque la decisión del Congreso.
Del otro lado de la barrera están los animalistas, quienes después de dos décadas y varios proyectos fallidos obtuvieron una victoria legislativa que calificaron de histórica: dar fin a una tradición que data desde la época colonial.
La senadora animalista Andrea Padilla cree que confluyeron cambios culturales, como un rechazo ciudadano cada vez más notorio a la “crueldad” en las corridas de toros, pero también políticos, por el respaldo del gobierno de Petro, el primero de izquierda en Colombia, que “estuvo haciendo un lobby decidido por este proyecto de ley”.
Padilla cuestiona a los taurinos que ven en la fiesta brava una forma de dar valía al toro: “Yo no entiendo cómo se puede querer a un ser para criarlo, para que termine destrozado en un evento público”. Rosmary Herrera, de 50 años y dedicada al servicio doméstico, vive en Bogotá, pero es oriunda de Magdalena, en el Caribe colombiano, donde las festividades incluyen a los toros. Sin embargo, está de acuerdo con la prohibición de las corridas: “Dicen que es tradición del pueblo, es respetable, pero he ido, he visto y mejor me salgo, porque me da cosa cómo los maltratan”, plantea.
Prohibir las corridas de toros ha estado en la mira de Petro desde que fue alcalde de Bogotá en 2012, cuando se refería a la fiesta brava como un acto de maltrato animal y suspendió las corridas de toros en La Santamaría.
Un año después, la Corte Constitucional ordenó reabrir por considerar que se estaba vulnerando el derecho a la libertad de expresión artística. Sin embargo, la decisión no fue acatada de inmediato.
Desde entonces, la fiesta brava encontró barreras políticas y jurídicas que no permitieron la continuidad de las corridas en la capital. La última corrida en La Santamaría fue en marzo de 2020, justo antes del cierre de los espectáculos públicos por la llegada de la pandemia de Covid-19.
“En el 2012, ese señor (Petro) llega y cierra arbitrariamente la plaza de toros. Desde ahí, automáticamente, al cerrarse la plaza más importante del país, los pueblos hicieron lo mismo. Se desinfló ese auge que había”, aseguró Caqueza. Las corridas siguieron en pequeñas poblaciones y en otras ciudades de tradición taurina como Manizales y Cali.
Caqueza, entonces, tuvo que buscarse un trabajo alterno cuidando a personas de edad avanzada, para compensar la falta de recursos por las escasas corridas.
La incertidumbre también aqueja a las ganaderías dedicadas a criar toros de lidia.
A 22 kilómetros de Bogotá, en Mosquera, Gonzalo Sáez de Santamaría muestra con orgullo la hacienda Mondoñedo —la primera ganadería brava del país— cuyo bisabuelo Ignacio fundó en 1923 con toros de lidia que trajo desde España en barco, buque a vapor por el río Magdalena, en ferrocarril y finalmente con yunta de bueyes.
“¿Qué se va a hacer con el ganado? Por cada toro que muere en la plaza, hay por lo menos diez o 15 cabezas más”, cuestionó el propietario de Mondoñedo, donde hay unas 300 cabezas de ganado entre vacas reproductoras, crías y toros de lidia.
“Si el toro de lidia no va a la plaza, iría a un matadero y nos lo comeríamos, se beneficiaría para alimentarnos”.
En todo el país, calcula Sáez de Santamaría, hay cerca de 30 mil toros de lidia, cuya suerte no determina la nueva ley. La senadora Padilla lamentó que la ley no especificara un plan para los toros de lidia, lo que calificó como un “vacío” normativo. Espera que los ganaderos los mantengan con vida.
Pero a Sáez de Santamaría no le sería posible seguir criando toros bravos —que pueden demorar entre cuatro y seis años en alcanzar su peso de más de 450 kilos bajo una alimentación especial y costosa—, por lo que ha contemplado cambiar a la crianza de una raza mansa o ceder a la presión de industrializar la zona, donde hay instaladas empresas de material de construcción.
Por un toro de lidia, cuenta, le pueden pagar entre mil y 5 mil dólares, dependiendo de sus características físicas, peso y la importancia de la plaza del país a la que vaya.
“La corrida de toros es un ritual de origen religioso. Es muy triste que tengan que morir ahora en matadero… Además se desaparece (como raza) porque el toro de lidia no sirve sino para esos diez minutos de combate”, indicó Sáez de Santamaría, cuyo bisabuelo fundó la plaza La Santamaría que se inauguró en 1932 y que luego pasó a manos del distrito capital.
Ahora, el Gobierno deberá buscar una reconversión económica y laboral para las personas que se dedican a la actividad taurina.
El problema, dice Caqueza, es que no quiere otro oficio: “Desde que tengo uso de razón quise ser torero… Si no podemos volver a torear, estamos muertos en vida”.