19 de septiembre de 2004

LOS MEJORES LIBROS SEGÚN YO
José Agustín


Pedir listas de 10 cosas que le gustan mucho a uno es un martirio. Inevitablemente duele el corazón al tener que hacer a un lado a tantas buenas ondas; chin, ya no entró Homero, ni Sófocles, ni Sócrates, Platón, Aristóteles o Epicuro.

¿Y Apuleyo? ¿Y Arreola?, joder, ¿cómo meto a Cortázar? Y al Abate Prévost y Rabelais e Italo Calvino y Heinrich Böll. Y Salinger, Kerouac, Dickens, Stendhal, Heller, Auster. ¿Y ón’tan Whitman, Rimbaud, De Quincey, Lorca, Vallejo? En fin. En verdad les digo: está durón. Anyway, aquí les va este intento de que 10 se conviertan en 22 y más y más. Así es esto del cybernoise ranchero de garaje.

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1

El Libro de los Cambios

Yi King o I Ching. El libro más antiguo de la humanidad, oráculo y sabiduría, es también el más bello, completo, profundo, misterioso y útil. Gran lectura complementaria: Simio, de Wu Cheng-Én.

2

El Nuevo Testamento

Aquí, especialmente en el Evangelio de Mateo, está la inagotable palabra de Jesucristo. Gran Lectura complementaria: Respuesta a Job, de C. G. Jung.

3

Bhagavad Ghita

Quizá la esencia del pensamiento religioso de la India. Síganse con Yoga: Libertad e Inmortalidad, de Mircea Eliade

4

Las Mil y Una Noches

Manantial de imaginación, fantasía, sensualidad y poesía a través de cuentos dentro de cuentos. Una buena continuación está en las novelas de Amin Maalouf.

5

Las Metamorfosis

De Ovidio, conjunta deliciosamente casi toda la mitología griega y latina. Su complemento es Los Mitos Griegos, de Robert Graves.

6

La Divina Comedia

De Dante. El único itinerario del alma para salir del infierno, el purgatorio y llegar al cielo. Algunas grandes secuelas: El Gólem, de Gustav Meyrink; y Los Elíxires del Diablo, de Hoffmann.

7

El Quijote

De Cervantes, demuestra que hay que estar loco para querer cambiar al mundo. Sólo Phil Dick entendió después a fondo esta premisa en Ubik y otras novelazas.

8

Hamlet

Romeo y Julieta y Los Sonetos, de Shakespeare. Por una parte, las grandes complejidades del ser, y por otros los bellísimos y terribles laberintos del amor.

9

Fausto

De Goethe. Lo que en Dante es idea visionaria, aquí es cartografía confiable de las vías del alma.

10

Crimen y Castigo

De Dostoievski, es una novela genial sobre la naturaleza y la moral humanas.
Mención especial:

Bajo estas 10 podrían ir 12 más: Moby Dick, de Herman Melville; Historias Fantásticas, de Edgar Allan Poe; Las Flores del Mal, de Baudelaire; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Ana Karenina, de León Tolstoi; Ulises, de James Joyce; Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry; Veinte Poemas de Amor, de Pablo Neruda; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; El Aleph, de Jorge Luis Borges; Lolita, de Vladimir Nabokov, y Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez.
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30 de noviembre de 2003

LA ONDA QUE NUNCA EXISTIÓ
José Agustín


En 1969 resultó plenamente visible que la literatura sobre la juventud escrita desde la juventud misma era un fenómeno significativo e inédito en México. Era algo muy distinto a que escritores maduros recreasen sus años adolescentes, pues por muy talentosamente que lo hicieran para ellos esa etapa de la vida era lejana y había un filtro que distanciaba o incluso degradaba la autenticidad al evocarla. Esto es común. Se dice que nadie se resiste a contar su infancia y su juventud, el paraíso perdido. Y muchos autores lo han hecho magistralmente.

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En cambio, varios de los escritores jóvenes de México narraron su entorno y con ello la inmediatez se llenó de vida, autenticidad, frescura y humor; no extraña entonces que hicieran un uso estratégico del habla coloquial y se refiriesen a gente, hechos o lugares específicos; también al rock, el cine, los cómics, la televisión y a la cultura popular en general; en el gozne de las décadas de los 1960 y 70 se escribió de drogas, sicología, ecología, esoterismo y revolución sexual, pues, como era de esperarse en gente joven, se exploró el erotismo. En el fondo se trató el inicio de toda una desmitificación y revitalización de la cultura.

Todo esto se hizo lúdicamente, con experimentación formal, juegos con las palabras, fusión de géneros, irreverencia, sátira, parodia, ironía y crítica social. En medio de esto, que muchos juzgaron mera estridencia, en general, como siempre, se buscaba la palabra justa y la universalidad de los temas. Es decir, la intención era literaria. Lo diferente eran los parámetros. Se trataba de una literatura nueva, distinta y tan válida como cualquiera. Claro que al proponer nuevos sistemas vino una resistencia tremenda por parte del establishment cultural, que no esperaba nada de eso y, por tanto, lo diagnosticó como fenómeno de corta duración; un lenguaje tan local y temporal no pasará la prueba del tiempo, decían. En cambio, otro gran sector de los críticos y lectores se entusiasmó con la nueva literatura y la apoyó comprando los libros.

Yo fui uno de los protagonistas de esa literatura juvenil; de hecho la iniciamos yo (La Tumba, 1964, De Perfil, 1966, e Inventando que Sueño, 1968), Gustavo Sainz (Gazapo, 1965), y Parménides García Saldaña (Pasto Verde, 1968, y El Rey Criollo, 1970), pero a fines de los 60 ya habían publicado Héctor Manjarrez, Gerardo de la Torre, Juan Tovar, René Avilés, Jorge Arturo Ojeda y Federico Arana, todos menores de 30 años. En 1966 se creó la serie de autobiografías “Nuevos Escritores Mexicanos Presentados por Sí Mismos”, y en 1967 vino el concurso de primeras novelas de Editorial Diógenes. Joaquín Mortiz adoptó como emblema “la editorial de los jóvenes”. Era y Siglo XXI, por su parte, lanzaron a Ulises Carrión y a Raúl Navarrete.

No se supo bien cómo clasificar esta, para entonces, distinta literatura. José Luis Martínez planteó que había surgido una nueva sensibilidad, es decir, un nuevo espíritu en México; Emmanuel Carballo destacó la rebeldía, iconoclastia e irreverencia: “Entre bromas y risas coloca cargas explosivas en las instituciones más respetables: la familia, la religión, la economía y la política”. Y la literatura misma, le faltó decir. Por su parte, el crítico de la Universidad de Kansas, John Brushwood, planteó que en mis libros coexistían la tradición y la rebeldía, pues lo mismo experimentaba e inventaba formas que utilizaba recursos clásicos o tradicionales. Era un fenómeno de continuidad y ruptura.

Salvador Novo, Rosario Castellanos, José Revueltas, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y José Emilio Pacheco festejaron esa nueva literatura. Carlos Monsiváis primero se entusiasmó y enmarcó el fenómeno dentro de una fuerte corriente de “antisolemnidad” que le quitaba rigidez a la cultura mexicana, lo cual hacía mucha falta, pero después consideró que fue mimetismo, desnacionalización (“los primeros gringos nacidos en México”) e inconsciencia política. Juan Rulfo dijo que Sainz, Vicente Leñero y yo éramos búfalos en estampida y que la literatura mexicana se salvó por el muro de contención formado por Fernando del Paso, Juan García Ponce y Salvador Elizondo. Se entendía que Rulfo se lanzara contra Sainz y contra mí, pero nunca entendí por qué la agarró con el buen Leñero. Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze, con un delicioso clasismo, dijeron que se trataba de una “plebeyización de la cultura” y Huberto Batis en 1966 aseguró que De Perfil sería ilegible en 1970. Le daba cuatro años de vida, como a los androides de Blade Runner.

En 1970, efectivamente, vino el certificado de defunción a través de Margo Glantz y su división de la literatura mexicana en La Onda y La Escritura. Esta última era la buena, la artística, universal e intemporal; la Onda era personajes juveniles, sexo, drogas y rocanrol, un fenómeno intrascendente, superficial y transitorio. Incluso planteó que si había algo bueno en nuestros libros era a pesar de los autores mismos. Pero ella inventó esa onda.

A los aludidos, sus delirios seudocríticos nos parecieron esquemáticos, reductivistas y, más grave aún, descalificadores, así es que protestamos, pero ella se hizo sorda cuando explicamos que ninguno de los autores que mencionaba era miembro de un grupo que se llamara La Onda. No se trataba de un movimiento literario articulado, con estrategias y tácticas, como los estridentistas, surrealistas, existencialistas, beats, nadaístas o iracundos. Ni siquiera éramos un grupo sin grupo como los Contemporáneos, pues Sainz y Parménides nunca fueron amigos y se trataron poco. Nunca nos reunimos a elaborar un manifiesto de la onda ni disparamos nuestros cánones. Ni remotamente nos apuntamos como modelos a seguir y hacíamos libros por el gusto de escribirlos. Compartíamos, eso sí, un espíritu generacional, por lo cual los primeros asiduos entusiastas fueron jóvenes como nosotros que se sintieron expresados en nuestros libros. De pasada con esto ganamos nuevos lectores para la literatura mexicana. Pero en realidad nos leían los lectores, que suelen ser de cualquier edad, sexo, condición social y maneras de pensar.

La idea de una “literatura de la onda” es errónea por donde se le vea. Avilés y de la Torre, entonces más interesados en “la máquina de escribir como metralleta”, no cabían ni con calzador. Menos Juan Tovar, a quien le gustaba el rock pero primero fue un realista muy limpio y después pasó a una densa experimentación formal. Menos aún la pobre Elsa Cross. Qué pifias tan increíbles las de Onda y Escritura en México, de Mambo Glantz, que no por nada ya no se reedita. De su esquemático jóvenes-sexo-drogas-rocanrol quedábamos más cerca, con sus asegunes, Sainz, Parménides y yo, que coincidimos en temática juvenil, anticonvencionalidad formal, referencias a la cultura contemporánea y juegos con lenguaje coloquial. Pero escribíamos bien distinto. A Sainz, más limpio y literario, sólo le gustó el rock hasta que tuvo más de 30 años y nunca escribió sobre drogas porque él mismo era un Gran Abstemio del Valle Arizpe y su único vicio era leer; Parménides, El Radical, provocativo y anarco, fue un poeta maldito; él sí, atacadísimo. Yo quedaba entre los dos, con mi “tradición y rebeldía”.

La idea de una “literatura de la onda” también era un error porque por esas fechas existía en verdad un movimiento contracultural llamado la Onda que en realidad fue el resultado de la cruza entre el movimiento estudiantil de 1968 y las ideas de los jipitecas de la misma época. Los chavos de la onda fueron cantados por el grupo de rock el Tri y tuvieron su apogeo durante el festival de rock de Avándaro de 1971, tras lo cual, técnicamente, se extinguieron y dieron origen a las bandas de fines de los 70, que eran más punk y habían perdido toda mística de amor-y-paz.

El único cronista literario de la onda es Jesús Luis Benítez, el Búker, con sus inconseguibles libros A Control Remoto y Otros Rollos y Las Motivaciones del Personal. Parménides convivió con los chavos de la onda, pero nunca escribió sobre ellos. Más bien se dedicó a fustigar, rabiosamente crítico, a la clase media, y su propuesta maciza está en su personaje, Epicuro, que en realidad es un beat más anarco, lo cual no eran los chavos de la onda. Por mi parte, lo que escribí entonces no es una representación literaria de La Onda. Esta ni siquiera existía cuando publiqué mi primer libro. He escrito de “drogas, sexo y rocanrol”, pero también de muchas otras cosas. En el mejor de los casos la mía podría considerarse literatura contestataria, pero no veo para qué, ya que ésa no es su finalidad. Por su parte, Sainz no tuvo absolutamente nada que ver con la onda.

Tampoco se puede hablar de “lenguaje de la onda” en la literatura; en rigor implicaría un uso exclusivo del caló de los chavos de la onda, lo cual de ninguna manera es el caso, aunque no tendría nada de malo si se hiciera bien. Sainz y yo usamos el lenguaje de formas distintas y no lo redujimos a las hablas coloquiales, mucho menos a la de la onda, sino que trabajamos muchos niveles, algunos bastante sofisticados. En mi caso, empleo el lenguaje según las necesidades de la totalidad del relato. Tengo textos en que es más inventado que real, como en “Cuál Es la Onda”, u otros en que no hay ni coloquialismos ni diálogos siquiera.

“Literatura de la onda” fue una etiqueta fácil para enmarcar un fenómeno mucho más complejo. No motivó más que confusiones. Nadie se ponía de acuerdo en lo que era eso y las discrepancias entre críticos como Glantz, Brushwood, Carlos Monsiváis o Adolfo Castañón son notorias. En cambio, los que usan pero critican el concepto “literatura de la onda”, como Seymour Menton, Juan Bruce-Novoa, Raquel Lloreda, Alba Lara, Inke Gunnia o Heriberto Yepes, han realizado trabajos críticos mucho más útiles.

Pero, claro, las etiquetas son útiles, incluso llamativas. En nuestro caso, por desgracia, fue vehículo para la descalificación tajante y militante; los búfalos ahora éramos Sainz, Parménides y yo, quienes merecíamos una santa cruzada. La etiqueta reductivista y esquemática de Rambo Glantz fue avalada y utilizada en el acto por los grupos de poder intelectual, que con semejante y oportuno certificado de defunción tuvieron un “marco teórico” para satanizar a la so called literatura de la onda, especialmente en los años 70. Era una vulgarización o plebeyización de la cultura; intrascendencia, frivolidad, mero mimetismo y taquigrafía del habla oral; si no, una Familia Burrón con tapas de libro o un objeto de consumo comercial, sin valor artístico, mercadotecnia vil. Por tanto, para cotizar en las Bolsa de Valores de la Literatura en los 70 antes que nada cualquier autor joven tenía que declarar: “Yo no soy de la onda. Yo no tengo nada que ver con la onda”. Y ésta se volvió modelo de lo que no debía de hacerse por ningún motivo.

En la década de los 1970 Margo Glantz escribió “La Onda, ¿Revaloración o Epitafio?” y acabó con otro certificado de defunción. Pero el solo hecho de que tuviera que replantearse el asunto indicaba que éste no era tan simple. En 1993, en Bruselas, Margo admitió públicamente, en una reunión de escritores de Bélgica y de México, que la literatura de la onda había sido una denominación errónea. Como a mí, posiblemente a ella le había causado más fastidios que beneficios. Me pidió disculpas. Le dije entonces que lo pusiera por escrito. Pero no ha querido.

Parménides se murió, loco, solo y abandonado. Gustavo Sainz y yo seguimos en actividad por rumbos diferentísimos. El vive en Estados Unidos y no resiente tanto el peso de “la onda”. Pero yo sí y no me ayuda para nada; puede ser algo mítico entre gente afín, pero por lo general hasta la fecha se le descalifica impunemente. Esta descalificación, en cambio, no es tan sencilla cuando se ve la obra de Sainz o la mía en lo particular.

Sin embargo, la archifenecida onda se las había arreglado para contagiar a la pobre literatura mexicana. Las potentes vacunas o muros de contención no funcionaron a pesar de todo. Con el paso de los años el lenguaje coloquial, con todas sus “malas palabras”, fue usado ampliamente en la narrativa con fines literarios, y la referencia a tiempos inmediatos, personalidades y lugares específicos también la validó el uso, al igual que el interés por el erotismo y el sexo. El rock se hizo común y muchas novelas recientes tienen su “soundtrack”. La ciencia ficción, la novela negra y los cómics empezaron a dejar de ser subestimadas, al igual que hubo usos literarios de los lenguajes de los medios de difusión (prensa, televisión, radio, cine) o de todo tipo de manifestaciones de la cultura popular, box, futbol, beisbol, mambo, rumba y pornografía.

La literatura de la onda, pues, nunca existió. Pero muchos creen que sí y, para bien o para mal, lo que cada quien entiende por eso estará muerto pero no se desvanece.

Ah qué cadáver tan persistente. Y ya van 40 años. A estas alturas del partido, por mi parte yo tolero y me resigno cuando hablan de la onda. Sin duda es parte de mi mal karma, lo bien que me ha ido por una parte tenía que pagar impuestos, siempre siniestros. De cualquier manera, eso no exime la obligación de la crítica de enmarcar esta realidad literaria desde una perspectiva desprejuiciada, sin denominaciones reductivistas.
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7 de septiembre de 2003

LAS SUPERNOVELAS MEXICANAS DEL SIGLO 20
José Agustín


¿Se acuerdan de que hace un año les conté que me habían pedido antologar las grandes narraciones mexicanas de la centuria pasada? Bueno, pues ya lo hice. Va a salir dentro de poco en la Editorial Nueva Imagen y se llama Antología de la Novela Mexicana del Siglo 20. Escoger los libros no fue tan difícil y me propuse ponerlos en orden cronológico, para no tener que establecer jerarquías, y elegir muy buenos fragmentos, no demasiado largos, que tuvieran un principio y un fin, y se completaran. De esa manera el lector podía quedar satisfecho al tener algo redondeado, pero, según yo, a la vez se quedaría picado, pues sólo había tenido una probadita; el verdadero banquete era el libro entero.

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Muchas novelas a veces contienen “cuentos” dentro de sí, es decir, unidades narrativas que pueden funcionar autónomamente, pero que, claro, adquieren su verdadera dimensión cuando se les lee en la totalidad de la obra. En varios casos encontrarlos fue relativamente fácil. De “Gazapo”, de Gustavo Sainz, por ejemplo, era de rigor presentar la muerte de la abuelita en el lago de Chapultepec; en “Farabeuf”, de Salvador Elizondo, a su vez se imponía la descripción de la foto del suplicio, que quintaesencia la idea sensacional de “cronicar un instante”. En “Los de Abajo”, de Mariano Azuela, tenía que ser la noche de los “avances” con Demetrio, la Pintada y el Güero Margarito que gachamente le roba la novia al Curro.

Pero en otras novelas no era raro que surgieran distintas posibilidades de fragmentos “autónomos”; la dificultad por tanto se hallaba en cuál elegir. Ese fue el caso de “Los Albañiles”, de Vicente Leñero, por ejemplo. En otros, por el contrario, la novela se hallaba tan herméticamente concatenada que era un broncón encontrar partes que funcionaran por sí mismas, como en “Pánico o Peligro”, de María Luisa Puga.

Para mí, el fragmento de preferencia debía contener o sugerir de alguna forma el contenido esencial del libro, o, si esto no era posible, tenía que desplegar una potencia literaria de alta intensidad para atrapar inescapablemente a un lector no especializado. También pensé que conocía los libros muy bien y que llegaría a los fragmentos sin problemas, pero con horror comprendí que había leído muchos de ellos años antes y en realidad no los tenía tan claros. Así es que era inevitable releer todo. Y lo hice con gran gusto; es cuando trabajar resulta un gran placer y ni se siente.

La lectura cronológica de las mejores novelas mexicanas me contó la historia del país desde dentro. Asistí a todo el devenir del Siglo 20 mexicano; la revolución, la vida de provincia, el cosmopolitismo, el desarrollismo, el 68, la guerrilla, la sociedad civil, el neoliberalismo y el desencanto. Vi esta evolución a través de casos particulares en contextos específicos y asistí a hechos culturales que la historia no registra o lo hace indirecta, tardía o ineficazmente, como los procesos culturales. La literatura, por muy fantasiosa o subjetiva que parezca, se halla anclada en la realidad y la revela desde perspectivas inimaginables.

No es casual entonces que después de las novelas de la Revolución y de vida rural o provinciana aparecieran obras cosmopolitas, refinadas e ingeniosas, como “Ensayo de un Crimen”, de Rodolfo Usigli, que es una verdadera delicia como bien comprendió Luis Buñuel; o “El Libro Vacío”, de la Peque Vicens, que se adelantó más de dos décadas a la “escritura” o “metaficción”, tan de moda en los años 70. Estas novelas de entrada indicaron que las grandes narraciones sobre la épica nacional (“Los de Abajo”, de Mariano Azuela; “La Sombra del Caudillo”, de Martín Luis Guzmán) ya habían cumplido su ciclo; México se había observado a sí mismo y había reconocido sus principales señas de identidad.

Por eso, a partir de los años 40, los narradores trataron de recapitular partes de la historia inmediata y así corroboraron, enriquecieron y matizaron los rasgos del ser nacional (“Al Filo del Agua”, de Agustín Yáñez; “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo; “Los Relámpagos de Agosto”, de Jorge Ibargüengoitia). También se dieron muy buenas novelas ubicadas en distintas ciudades y pueblos mexicanos que quintaesenciaban un mundo a la vez pasado y presente; algunos míticos, como Comala o el Ixtepec de “Los Recuerdos del Porvenir”, de Elena Garro, en la que el pueblo es el narrador; en “La Feria”, de Juan José Arreola, ubicada en Jalisco, ocurre algo parecido, pero de otra manera. Rosario Castellanos recreó muy bien a Chiapas en “Balún Canán”, y Sergio Galindo en “El Bordo” trazó nieblas y ambientes helados, góticos, que sería inimaginables en Veracruz. Por otra parte, los años 40 y 50 dieron nuevos ropajes a los viejos territorios nocturnos del alma humana, con su proximidad a la muerte, los sueños, las visiones, ensoñaciones y fantasías, como se puede ver en varias obras y especialmente en “Aura”, de Carlos Fuentes.

Las cosas cambiaron definitivamente en la década de los 60, y sin duda los libros de Vicens, Garro, Arreola, Revueltas y Rulfo pavimentaron las nuevas carreteras. “Los Albañiles”, de Leñero, para mí es el turning point; esta novela es una auténtica mina de recursos estilísticos, juega con los planos de la narración y con los puntos de vista de una manera altamente imaginativa y eficaz. Sólo “Rayuela” es comparable en cuanto a la intensidad de la experimentación. Después de “Los Albañiles” no extraña la aparición de las novelas de Sainz y Elizondo, que, con otras, manifiestan la “nueva sensibilidad” de la que hablaba José Luis Martínez y que a principios del Siglo 21 aún no acaba de manifestarse. En ésta coexisten sin problemas transgresión, provocación, desacralización, inmersión en el mal, metafísica, mística, política, antisolemnidad, anticonvencionalidad, coloquialismo, humor, ironía, erudición, experimentación, estilismo, sofistificación, exquisitez, refinamiento o afanes totalizadores. Un fenómeno insólito e importante fue que la juventud se narrara desde la juventud misma, como lo hicimos Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz y yo. A fines de los 60 aparecieron también obras magníficas y muy distintas, como “El Apando”, de José Revueltas, “La Obediencia Nocturna”, de Juan Vicente Melo, y “El Complot Mongol”, de Rafael Bernal.

A partir de los 70 hasta el fin del siglo, la pluralidad y la diversidad se volvieron características inherentes de la novela mexicana. Hubo desde la no-narración hasta el recuento desnudo y coloquial. La temática política se vio muy bien en la novela “Muertes de Aurora”, de Gerardo de la Torre. Y se inició la irrupción literaria de las mujeres. Elena Poniatowska (“Hasta No Verte Jesús Mío”), María Luisa Puga (“Pánico o Peligro”), y ya en los 80 Angeles Mastretta (“Arráncame la Vida”) y Laura Esquivel (“Como Agua para Chocolate”) tuvieron un gran éxito internacional, sólo equiparable al de Carlos Fuentes o al de Paco Ignacio Taibo II.

A fines de los 70, Luis Zapata (“El Vampiro de la Colonia Roma”) puso de moda las novelas sobre gays y también se consolidaron los variadísimos niveles de sexo y erotismo en las novelas de Juan García Ponce (“Crónica de una Intervención”) y Jaime del Palacio (“Parejas”). En los 80, además de “Las Batallas en el Desierto”, de José Emilio Pacheco, cobró fuerza un interés muy grande por vencer la amnesia a través de obras que recuperaran el pasado histórico mediato e inmediato. En las novelas del pasado antiguo destacaron Fernando del Paso (“Memorias del Imperio”) y Enrique Serna (“El Seductor de la Patria”). En las del pasado reciente, Sergio Pitol optó por tenderle una mano al lector en “El Desfile del Amor”; Héctor Manjarrez fue severo pero muy emotivo en “Pasaban en Silencio Nuestros Dioses” y Carlos Montemayor hizo una investigación de gran timing en “La Guerra en el Paraíso”).

Las novelas de la segunda mitad del siglo igualmente se inclinaron a lo policiaco en el contexto de la corrupta y represiva realidad mexicana (“Días de Combate”, de Paco Ignacio Taibo II), y éstas estuvieron de gran moda en los 80 junto a la novela histórica y al éxito internacional de las escritoras mexicanas.

Asimismo la descentralización finalmente empezó a volverse realidad con autores muy estimables que nunca residieron en la Ciudad de México, sino que seguían en sus ciudades y desde ahí se movían por el país y el extranjero. Para entonces la novela, que desde los 60 con aburrida frecuencia era declarada muerta, se había fusionado con el ensayo, la poesía, el teatro, el cine, el cómic, el periodismo, el testimonio, la autobiografía y finalmente con la cibernética. En mi revisión, yo la encontré dinámica y llena de vida.

A fin de siglo, que en este caso fue de milenio, los grandes (Azuela, Martín Luis, Vasconcelos, Rulfo, Arreola y Revueltas) habían muerto ya y sólo quedaba Carlos Fuentes como superestrella. Tras él se hacían cola José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Fernando del Paso y Vicente Leñero; también Juan García Ponce y Salvador Elizondo, pero ellos ya casi no publicaban.

En cambio, seguían en actividad Paco Ignacio Taibo II, Carmen Boullosa, Carlos Montemayor, Hernán Lara Zavala, Gerardo de la Torre, María Luisa Puga, Silvia Molina, David Martín del Campo, Ignacio Solares, Rafael Pérez Gay, Alberto Ruy Sánchez, Agustín Ramos, Leonardo da Jandra, René Avilés Fabila y Jorge Portilla. Por su parte, Enrique Serna (“Uno Soñaba que Era Rey”), Juan Villoro (“El Disparo de Argón”) y Luis Humberto Crosthwaite (“El Gran Preténder”) eran autores de obras muy maduras, pero de quienes se esperaba aún más. Y estaban los del “crack”: Ricardo Chávez Castañeda, Pedro Angel Palou, Ignacio Padilla y Jorge Volpi; estos dos últimos ganaron importantes premios internacionales. También se hallaban bien cotizados en la bolsa de valores literarios Eduardo Antonio Parra, David Toscana, Ana Clavel, Mario Bellatin, Guillermo Fadanelli y Juan José Rodríguez. Todos ellos tenían un pie puesto en Siglo 20 y otro en el 21.

En general, la novelística mexicana se hallaba bien viva, y tenía estrellas internacionales, además de maduros y talentosos “rudos” y “técnicos”, que la conservaban saludable y en progreso constante. De ellos en un principio yo elegí 37 novelas. Después reduje la lista a 30, pero finalmente no pude dejar afuera a varias y acabé con 35. El número me gustó porque en el I Ching corresponde al hexagrama “Progreso”, que, según yo, le cae bien a las novelas mexicanas del Siglo 20.

Las que escogí son éstas:

1. Mariano Azuela: Los de Abajo (1915)

2. Martín Luis Guzmán: La Sombra del Caudillo (1929)

3. Rodolfo Usigli: Ensayo de un Crimen (1944)

4. Agustín Yáñez: Al Filo del Agua (1947)

5. Josefina Vicens: El Libro Vacío (1952)

6. Juan Rulfo: Pedro Páramo (1953)

7. Rosario Castellanos: Balún Canán (1957)

8. Sergio Galindo: El Bordo (1960)

9. Carlos Fuentes: Aura (1962)

10. Elena Garro: Los Recuerdos del Porvenir (1963)

11. Juan José Arreola: La Feria (1963)

12. Jorge Ibargüengoitia: Los Relámpagos de Agosto (1963)

13. Vicente Leñero: Los Albañiles (1963)

14. Gustavo Sainz: Gazapo (1965)

15. Salvador Elizondo: Farabeuf o La Crónica de un Instante (1965)

16. José Revueltas: El Apando (1969)

17. Rafael Bernal: El Complot mongol (1969)

18. Elena Poniatowska: Hasta No Verte Jesús Mío (1969)

19. Juan Vicente Melo: La Obediencia Nocturna (1969)

20. Paco Ignacio Taibo II: Días de Combate (1976)

21. Luis Zapata: El Vampiro de la Colonia Roma (1978)

22. Gerardo de la Torre: Muertes de Aurora (1980)

23. José Emilio Pacheco: Las Batallas en el Desierto (1981)

24. Jaime del Palacio: Parejas (1981
25. Juan García Ponce: Crónica de una Intervención (1981)

26. María Luisa Puga: Pánico o Peligro (1983)

27. Sergio Pitol: El Desfile del Amor (1983)

28. Angeles Mastretta: Arráncame la Vida (1985)

29. Héctor Manjarrez: Pasaban en Silencio Nuestros Dioses (1986)

30. Fernando del Paso: Memorias del Imperio (1987)

31. Laura Esquivel: Como Agua para Chocolate (1989)

32. Enrique Serna: Uno Soñaba que Era Rey (1989)

33. Carlos Montemayor: Guerra en el Paraíso (1991)

34. Juan Villoro: El Disparo de Argón (1991)

35. Luis Humberto Crosthwaite: El Gran Preténder (1993)
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29 de junio de 2003

TREINTA AÑOS EN EL LADO OSCURO DE LA LUNA
José Agustín


-¿A ti cuál es el disco que más te gusta de Pink Floyd?

-A mí, Dark Side of the Moon.

-¿Ven? Todos dicen lo mismo.

-Es que deveras es el que me gusta más. No tiene medida, desde que empieza con los latidos de corazón.

-Pues perdonen que meta mi palillo, pero es Absolutamente Imprescindible. Eso ya lo había hecho Neil Young con Buffalo Springfield, acuérdese guapa. “Broken Arrow”, que es sensacional, también arranca y concluye con latidos de corazón.

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-A mí me gusta más A Saucerful of Secrets. Me encanta, aunque le sobran dos tres rolitas. Es el mismo caso de Meddle, otro disco que me fascina. Y Obscured by Clouds.

-Pues es lo inmediato anterior a Dark Side… Y a ése sí no le sobra ni la falta nada. La unidad es perfecta. Los latidos del corazón cierran todo herméticamente.

-Qué rolas, Dios mío. “Us and Them” me mata. Es rompemadres. Y “Time”, que lanzaron como sencillo. Pink Floyd, desde “See Emily Play”, de los tiempos de Syd Barrett, no sacaba singles. Siempre se concentraron en el mercado del álbum.

-¿Qué tal “Eclipse”, que Roger Waters compuso después, cuando ya estaban haciendo giras con El Lado Oscuro de la Luna? Al tocar la música en vivo Waters se dio cuenta de que le hacía falta un gran final.

-Y qué final, carajo. El loco que todos traemos en el coco. “Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo… Ahí nos vidrios en el lado oscuro de la luna”, dice al final. Orale.

-Pero ésa es “Brain Damage”, que, bueno, se empalma con “Eclipse”, un eclipse total de luna de los que hacen ver las estrellas al mediodía, como dice el hexagrama “Abundancia”, del I Ching, que muestra al sol al mediodía. Las líneas dos, tres y cuatro representan un eclipse: en la tres es total, “se rompe el brazo derecho, no hay culpa”.

-¿Se acuerdan de la película Pink Floyd en Pompeya?

-Pero claro, es buenísima, aunque filmada un tanto con las nalgas por un francés cuyo nombre no merece que nos lancemos a checarlo en la cinta. Pero la música es de primer nivel, ondas de Meddle y A Saucerful of Secrets, principalmente. El escenario de las ruinas es perfecto.

-Bueno, pues en Pompeya hay varios intercortes a la grabación de The Dark Side… Están los cuatro cotorreando en una como cafetería, pero luego se ve a cada uno trabajando para el disco. Cada quien por su lado. Roger Waters juega riquísimo con el sintetizador.

– En “A Saucerful of Secrets” toca el gong en grande, con unas ganas mecas, a contraluz.

-…Richard Wright graba sus pistas de piano; David Gilmour, las de requinto, y Nick Mason, las de batería. Trabajan por capas, con sus audífonos. Muy profesionales, pero relajados y en uno de sus momentos más altos de perfección técnica. Dan la impresión de que son cuatro personalidades muy fuertes que logran fundirse quién sabe cómo y al hacerlo se crea una como implosión, un remolino de introversión y profundidad.

-De concentración.

-Pero en vivo se integraban perfecto. En la versión de “A Saucerful of Secrets” de Pompeya es asombroso verlos producir sus sonidos viajadísimos en directo, sin las ayudas del estudio. Gilmour, para entonces bien delgado, ay estaba guapísimo el condenado, sacaba sonidos increíbles a su requinto con una barra slide y una caja electrónica.

-Y Richard Wright textualmente toca el piano con los codos o los antebrazos. ¡Es rayadísimo!

-Estoy pensando que como que el rolón “Echoes”, de Meddle, cierra una primera etapa, más experimental. Los Floyds o hacían rolas larguísimas, verdaderas sagas sicodélicas, como “Interstellar Overdrive”…

-O “A Saucerful of Secrets”, “Atom Heart Mother”, que es toda una suite orquestal, o “Echoes”, en el que el grupo equivale a una orquesta.

-…Si no, componían rolas mucho más cortas, a veces pesadas, rocanroleras y viajadísimas, como “Let There Be More Light”, “One of These Days”, “Summer of 68” o las del excelente soundtrack de La Vallée alias Obscured by Clouds.

-O “The Narrow Way”, chula. Qué tejidos de guitarra.

-Sí, en Ummagumma se echaron un disco en vivo, juntos, pero también hicieron otro en estudio y cada uno de los cuatro tuvo media cara para lo que quisieran.

-Hay ondas pachequísimas. ¿Se acuerdan de “Several Species of Small Furry Animals Gathered Together in a Cave and Grooving With a Pict”?

-A ver, tradúcelo.

-“Varias especies de pequeños animales peludos congregados en una cueva y agarrando la onda con un picto”.

-Con un ¿qué?

-Picto. Te picto la cocla. No. Perdóname, linda. Los pictos eran tribus escocesas que se pintaban el cuerpo. Imagínate a un patarrajada de ésos cotorreando el puntacho con un chorro de animalitos peludos.

-Pero en general los experimentos de Ummagumma se quedan en el intento, ¿no?, salvo “The Narrow Way”. Y eso, la primera parte.

-Momento, momento. En realidad ésa no es la primera etapa de Pink Floyd, maestra, sino la segunda, porque antes estuvo Syd Barrett.

-Sí, era el requinto. El fundó el grupo, le dio la identidad básica, aceleró a Waters, Wright y Mason y los comandó claramente en el primer Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn. “El gaitero a las puertas del alba”, qué títulos.

-Pa mí que se sobrevalora a Barrett, por más intelectualón, muy underground, ya sábanas.

-Orale pues… Pero tenía un talentazo. Es el padre del Gaitero, muy rarosón e inventivo, prototecno, pero Barrett se volvió locomoción y ya nomás no pudo hacerla.

-Dicen que se quedaba catatónico en plenas tocadas, absolutamente ido. Pobre. Después logró recuperarse un tanto y sacó un par de discos, que no son geniales, y finalmente el maelstrom se lo tragó.

-El bautizó al grupo en honor a los jazzistas Pink Anderson y Floyd Council, que le gustaban mucho. Yo no los conozco.

-Ni yo.

–Bueno. La fase Garrett es la primera. Después entra David Gilmour, con un requinto exquisito; los cuatro se equilibran, ya no hay líder, producen un rock espacial inigualable y en cinco años llegan a la obra maestra que es Dark Side of the Moon.

-En esa primera-segunda etapa se caracterizan por el uso de todo tipo de efectos para producir sonidos rarísimos: amplificación distorsionada, ruidos como el feedback, pedales y equipos electrónicos que permitían, primero, sacar notas insospechadas a la guitarra con los dedos, el slide o con pelotas que primero Barrett y luego Gilmour resbalaban por el diapasón y sacaban ruidos locochoncísimos. Era algo muy diferente en 1967. Pronto añadieron viajosos shows de luces y Pink Floyd se volvió un grupo de culto. No todos los experimentos le salían, pero las más de las veces eran un ondón.

-Como “Astronomía Dominada”, “Subibaja” o “Ajusten los Controles hacia el Corazón del Sol”. Después se volvieron más majestuosos y wagnerianos Con Atom Heart Mother y “Echoes”.

-El cuarteto también se fue haciendo paulatinamente popular. Las ondas de Barrett eran muchas veces disonantes; en cambio, las de Waters, Gilmour y Wright, juntos o por separado, resultaron más universales sin que se perdiera la identidad. Gilmour fue muy importante porque su guitarra siempre tuvo una base de blues, a veces jazzeadón, incluso en sus momentos más finos, delicados e intensos.

-En “Money” no tiene jefa.

-Pero ahí es rock más duro. Ya se acabó el disco, por cierto. Lo voy a poner de nuez, ¿sale?

-Sí mhija, no se cansa uno de oírlo.

-Sí, es un perfecto y altísimo punto decisivo tanto del rock como del grupo. El puente entre el Pink Floyd sicodélico-experimentador, y el de los grandes temas majestuosos pero cada vez más oscuros. En eso, a su manera, anunció el punk y por eso nunca perdió público con cada nueva generación. Se adelantó a su tiempo; fue dark entre los darks sólo que a fondo y desde la primera mitad de los 70.

-Sí, Dark Side… es el primer gran avance de la gran oscuridad que estaba por venir, la lluvia durísima de la que hablaba Dylan. En el rock equivale a películas como El Ultimo Tango en París o Naranja Mecánica. Por eso es tan pesimista, aunque la belleza y la perfección hacen que lo sombrío de los nuevos tiempos sea impactante, pero también bello y ensoñador.

-Y sensual. El saxo de “Us and Them”. Qué maravilla. Y los sintetizadores.

-O la ruca de “The Great Gig in the Sky”. No le dan crédito. Qué gachos.

-O los coros de “Time”. O la guitarra y el sintetizador de “On the Run”. O “Any Colour You Like”.

-El uso de pistas con ruiditos, voces y ondas subliminales les salía increíble, como a los Beatles.

-The Dark Side es perfecto. Le llegó al alma del personal. No por nada Juan Villoro y Alain Derbez le pusieron “El Lado Oscuro de la Luna” a su legendario programa de Radio Educación.

-Y qué te parece. Se echó 741 semanas en la lista de los discos más vendidos. Estamos hablando de más de 12 años.

-Sí, Selene. El disco lo ingeniereó Alan Persons. Qué lástima que este buen hombre después saliera más bien light con su propio grupo, The Alan Parsons Project.

-Tuvo sus buenas ondas. Pocas pero a sus horas, jia jia.

-The Wall también es un discazo, pero ya no logró el equilibrio increíble de El Lado Oscuro, por Roger Waters, que fue tomando control poco a poco, vía Wish You Were Here y Animals. Cuando llegó a La Pared ya ni quien lo parara.

-Con todo, The Wall es sensacional. Lo prueba el peliculón de Alan Parker.

-Y The Final Cut es desolador. Bello pero terrible. Fue el último disco con los cuatro juntos.

-Qué gacho que acabaran tan mal, ¿no? Puros pleitos horribles y mentadas de madre.

-A la larga nadie la hizo por su lado. Tanto Gilmour-Wright-Mason, oficialmente Pink Floyd, y Roger Waters, que se fue por su lado, hicieron cosas buenas pero nunca como cuando estuvieron unidos.

-A mí me gusta Radio KAOS de Roger Waters.

-Pues sí, también partes de The Division Bell, del Floyd Desaguado, es decir, sin Waters, je je. Pero todos se vieron medio nacatitlas y en el fondo megalómanos. Waters ordeñando The Wall y The Pink Floyd Trio con refriteos inmisericordes de, precisamente, Dark Side of the Moon. Y los dos con grandes conciertos llenos de gimmicks espectaculares.

-Y la panzota de Gilmour, ay. Tan bello que era.

-Sí, pero qué bien toca. ¿Vieron La Carrera Panamericana?

-Of cors mai jors. Está genial la combinación del surrealismo tradicional mexicano, la locura que en sí es la carrera, en la cual se admite todo tipo de naves y circula entre el tránsito común y corriente de las carreteras. Y la música, muy fina, de David Gilmour.

-Volviendo a Dark Side, no agraviando el “brain damage” de los presentes, tú no, Selenita; no hay duda de que es una de las cumbres del rock de todos los tiempos, ¿no? Es sicodélico, progresivo, duro, pesado, conceptual, electrónico, clásico, artístico, elegante…

-Tú échale, mi buen.

-…Inspirado… Y además influyentísimo. Se le siente muy fuerte, por ejemplo, en Spiritualized o en Isildur’s Bane. Es un disco que marcó muy profundo el fin del milenio que pasó y que a los 30 años está más vivo que nunca.
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