15 de junio de 2003

ALFRED HITCHCOCK, EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO
José Agustín


En los últimos tiempos he estado comprando DVDs de Alfred Hitchcock. Ya me hice de algunos fundamentales: Vértigo, Los Pájaros, Psicosis, Intriga Internacional y En Manos del Destino, entre otros no menos disfrutables como La Ventana Indiscreta, Extraños en un Tren, Saboteador y La Sombra de una Duda.

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Yo empecé a ver películas de Hitchcock desde muy chavito, pero me hundí en Los Misterios Insondables de su Gran Arte Cinematográfico con Vértigo, antes llamada De Entre los Muertos (título de la novela de Pierre Boileau que adaptó sir Alfred), desde que asistí a su estreno en el cine Chapultepec, 1958, cuando yo tenía 14 años. Por esas fechas varias películas noqueadoras me influyeron para toda la vida (Rocco y sus Hermanos, La Dulce Vida, Sin Aliento, Los 400 Golpes, Los Olvidados, El Séptimo Sello, Los Siete Samurais), pero Vértigo era Algo Muy Aparte. Me pegó con clavos de nueve pulgadas y me impactó hasta lo más profundo, algo que sólo me ocurrió, en esos niveles, con las novelas “Tierna Es la Noche” y “Lolita”, que releí incontables veces en mi adolescencia. También vi Vértigo lo más que pude, porque durante años no se volvió a exhibir.

Esta magistral película, para mí la número uno de la cinematografía de todos los tiempos, me fascina por todos lados. El guión y la realización son perfectos desde el impactante y rápido principio en el que James Stewart, Scottie en la película, adquiere el terror a las alturas. Las escenas que establecen la trama se toman su tiempo y resultan dramáticas e inquietantes a través de suavidad y delicadeza. Después, las secuencias silenciosas, circulares, hipnóticas, cuando Scottie sigue a Kim Novak, o Madeleine, tejen el ingenioso acertijo de la historia, ¿es posible que el espíritu de una mujer que se suicidó por amor posesione a otra, completamente distinta, 100 años después, y la haga matarse también? La atmósfera del misterio que entrañan la vida y la muerte conforma toda la primera parte, y tiene un dulce, inquietante, clímax entre los árboles milenarios y la bahía de San Francisco, que precede la aparente muerte de Madeleine en el campanario sin que Scottie pueda salvarla por su terror a las alturas. San Francisco, por cierto, adquiere rango de gran personaje en Vértigo.

Hasta ahí ya se tiene una película magistral. Pero aún falta la segunda parte, en la que todo cambia; el ritmo se hace tan intenso como la ansiedad de James Stewart al tratar de recuperar a la mujer fantasmagórica que amó y que de nuevo tiene enfrente, sólo que ahora es ella misma y no un personaje compuesto de fantasía y realidad. Es terrible que el amor loco de Scottie utilice a Madeleine, ahora Judy, para curar su mal sicológico mediante un destraume radical, porque esto genera un fin inesperado y definitivamente cruel, inmisericorde, en el que la curación cuesta nada menos que la pérdida de la mujer amada. En tanto, por otro lado, y como quien no quiere la cosa, el viejo amigo de Scottie, un hombre muy inteligente e ingenioso, asesina impunemente a su esposa.

En la Fachada es otra película de Hitchcock, el Amo del Suspenso, o sea: emoción, sustos mayúsculos, romances muy accidentados y no siempre felices, humor muchas veces negro, excelentes actores, personajes muy humanos, locaciones espléndidas; en suma, alta producción de Hollywood con fines de entretenimiento. Y así es, pero también encontramos una historia densísima, con niveles policiacos, románticos, fantásticos, sicológicos, metafísicos y filosóficos.

Vértigo es hermana de “La Vida Es Sueño” por la fragilísima línea, casi membrana, que separa la realidad de lo irreal, la “puesta en escena” dentro de la representación que en sí es la vida. La obra de Calderón es muy cruel, pero tiene final feliz; en cambio, Vértigo es cada vez más terrible y genera un sutil, sumamente inquietante, terror metafísico. A la larga, y a su manera, es una obra existencialista que, cuando la vi, a mí me quitaba el aliento, me ubicaba en una inexpresable frontera de la vida y la muerte, y me hacía experimentar las sensaciones más bellas y terribles.

Pero todo esto se presenta sin pretensiones “artísticas”, pues Vértigo fue realizada por el amor al cine más puro posible. Por eso, Hitchcock es tan chingón: hizo gran arte sin buscarlo y creó las condiciones para que las obras maestras le llegaran por sí mismas. El, sincera, conceptualmente, creía que el cine debía ser diversión y entretenimiento, pero sin que eso excluyese talento, inteligencia, imaginación y la más alta creatividad: el genio. En Hitchcock se funde inmejorablemente el arte y la industria, la calidad y lo popular; es decir, en sus mejores momentos el maestro logró comunicarse con el ser total del público: espíritu y materia, mente y cuerpo.

Chin, me clavé con Vértigo, pero es que la admiro y disfruto muchísimo. Esta obra pertenece a la gran época, entre 1955 y 1962, de Hitchcock, quien por cierto era Leo del 13 de agosto. Primero están sus películas mudas, que no he visto, y de las que, dicen, sobresale The Lodger, un acercamiento sui generis a Jack El Destripador, el “vámonos por partes”. Después están las que hizo en Inglaterra entre 1929 y 1940, y destacan, para mi gusto, la primera versión de El Hombre que Sabía Demasiado, con su aspecto político; Los 39 Pasos, la primera de sus obras maestras de intriga y espionaje, en la que además surge el tema, obsesivo en Hitch, del hombre falsamente acusado que vive grandes peligros para demostrar su inocencia; además, el humor, bastante cruel por lo general, también se establece como marca de la casa; y Sabotaje, que en su intriga política, pionera en el tema del terrorismo, muestra un Londres lleno de vida y movimiento. De ese periodo no he visto La Dama Desaparece, Agente Secreto y Joven e Inocente, que se supone son muy buenas.

Después viene su tiempo en Hollywood, que abarcó dos décadas y produjo grandes películas, como Rebecca, basada en la novela de Daphne du Maurier, que establece los nexos entre amor y terror, además de que antecede a Vértigo en cuanto a que una mujer tiene que repetir la vida de otra. También es excelente Corresponsal Extranjero, y de Saboteador me gusta mucho la escena final, en la estatua de la Libertad, que inicia el gusto por ubicar las películas en locaciones espectaculares. Spellbound es un maravilla. No sólo tiene los diseños de Dalí para el viaje sicoanalítico del protagonista, sino que es estrictamente freudiana e Ingrid Bergman está lindísima como siquiatra buena onda. Lástima que el galán es Gregory Peck. En esta película, como en Vértigo, la música es protagónica y se volvió un manantial de las atmósferas que más tarde trabajarían Philip Glass y gente de su calaña.

Notorious es otro peliculón de espionaje, un laberinto de intriga y melodrama, sumamente elegante y magistralmente filmado, también con Ingrid Bergan ahora con Cary Grant. En La Soga, como se sabe, Hitchcock demostró su virtuosismo con el tour de force de filmar un solo escenario en un solo shot secuencia; los cambios de rollo se hacían cuando la cámara, siempre en movimiento y con todos los emplazamientos, pasaba por pilares o paredes. Pero Extraños en un Tren es mucho mejor, pues presenta la ingeniosa idea de intercambiar asesinatos, sólo que uno de los participantes no quiere ser manipulado tan impunemente. Esta película fue parafraseada por Danny de Vito en Tira a Mamá del Tren.

La fase mayor de Hitchcock se da a partir de la segunda mitad de los 1950 con películas en las que las heroínas son rubias y James Stewart o Cary Grant son los galanes preferidos. Se trata de La Ventana Indiscreta, Para Atrapar al Ladrón, El Tercer Tiro (The Trouble with Harry), En Manos del Destino, El Hombre Equivocado, Vértigo, Intriga Internacional (North by Northwest), Psicosis y Los Pájaros, todas definitivamente sensacionales y fundacionales, bien vigentes en este nuevo milenio. En su última etapa, el jefe volvió a lo sicológico con Marnie y la gélida Tippi Hedren, que, eso sí, tenía muy bonitas piernas. Esta película inició el declive del final, en el que, de cualquier manera, siempre hay grandes momentos, especialmente en Frenesí.

Hitchcock fue pionero del cine de suspenso, misterio, intriga, espionaje, terror, terroristas, asesinos seriales y complejidades sicológicas; fue un cineasta riguroso, exacto, pero a la vez inspirado y desenvuelto. Dio una altísima calidad con auténtica modestia, pues aun en sus momentos del virtuosismo más exquisito no quiso impresionar, sino objetivar lo que su inteligencia, imaginación, instinto, sabiduría y experiencia le exigían expresar. Por tanto, logró algo casi imposible: hacer cine de autor en Hollywood, que se rindió ante él desde Rebecca y Corresponsal Extranjero. Su personalidad era tan carismática que fue una estrella del espectáculo en sí mismo, con su excelente show de televisión y sus afamadas apariciones estratégicas y discretísimas en sus películas.

Truffaut fue uno de sus primeros discípulos ilustres y demostró lo que había aprendido de él en La Sirena del Mississippi, un peliculón, además de que inició el culto a Hitchcock entre los cineastas mismos, como se vio en Doble de Cuerpo, de Brian de Palma, paráfrasis de Vértigo y La Ventana Indiscreta juntas; en The Player, de Robert Altman, y por supuesto en la parodia-homenaje Alta Ansiedad, de Mel Brooks, para sólo mencionar algunas de las películas en las que la influencia del maestro no sólo es visible sino que los cineastas las presumen.

Bueno, pues he gozado mucho mi revisión hitchcockiana con los devedés que me encuentro o que pido por la red. Tengo varias en video (Los 39 Pasos, Rebecca, Spellbound, Notorious, La Soga, El Tercer Tiro, Sospecha, Con M de Muerte, El Hombre que Sabía Demasiado, Sabotaje, Frenesí, Marnie, Para Atrapar al Ladrón y Lifeboat), pero aún me falta un buen, porque Hitch filmó muchísimo, además de que piloteó y dirigió algunos de los famosos programas de televisión Alfred Hitchcock Presenta, que también están en mi wish list. Espero pronto tener completa mi devedeteca con las películas esenciales de este gran artista inglés del siglo pasado.
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31 de diciembre de 2000

LOS BEATLES: ANTOLOGÍA
José Agustín


Hace 20 años murió John Lennon y, hace 30, los Beatles se disolvieron finalmente después de cruentas batallas legales y personales. Recordamos y conmemoramos estos hechos no por simple nostalgia, que no tendría nada de malo en sí, sino porque este grupo musical, y John Lennon especialmente, constituyó uno de los grandes mitos culturales del fin del siglo 20, junto a Marilyn, James Dean, Elvis, Sartre, el Che, Burroughs, Castaneda, Dylan, Cioran, Einstein, Picasso, Nabokov, García Márquez y unos cuantos más.

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Lennon acuñó el nombre “The Beatles” buscando un doble sentido: “beetles” significa escarabajos pero también “chavas que andan en moto”, o al menos en ese sentido lo usaban en la película El Salvaje, con Marlon Brando; en todo caso, el nombre de esas nenas motorizadas (beetles) no se refería a los insectos, ni a los vochos que aún no existían, sino a los “beats” o “beatniks”, la generación beatífica, golpeada, derrotada, exhausta, contracultural, que también es ritmo y corazón. Lennon posiblemente no lo sabía, pero al cambiar una e por una a estableció una seña de identidad esencial del grupo: su proclama, inconsciente si se quiere, significa una resistencia cultural al sistema, una propuesta alternativa a lo que se vivía: a partir de la música, que por nada era rock, difundir una nueva sensibilidad que implicaba ruptura y continuidad, creatividad, humanidad, humor, ingenio, irreverencia y anticonvencionalismo.

Los Beatles funcionaron maravillosamente mientras John Lennon y Paul McCartney equilibraron sus poderes. Paul era un compositor genial, natural, pero tendiente a la tradición y a la convencionalidad. John era más artista, rebelde, iconoclasta y experimentador. “O soy genio o estoy loco”, reflexionaba, “no puedo estar loco porque no me han cerrado. Luego, soy un genio”, deducía.

La verdad es que estaba bastante loco, como cuando salió que los Beatles eran más populares que Jesucristo o cuando impuso con toda su fuerza a Yoko Ono ante el grupo y la opinión pública. Pero, sin duda, era un genio de la música.

Mientras Lennon y McCartney coexistieron en paz y armonía con la inocencia instintiva que caracteriza a la primera juventud, los Beatles crearon grandes obras, primero las canciones sencillas, pero bellas, melodiosas y llenas de inspiración, alma y sentimiento, de la primera época, que resultaron inmortales y universales. Después vino la fase más artística, compleja y profunda que convirtió al grupo en portavoz indiscutible de una época importante. Desde Rubber Soul se percibió el cambio que llevó a las grandes alturas de Revolver, Sgt. Pepper’s (“El Sargento Picosito”), Magical Mystery Tour y El Album Blanco. Por cierto, este último disco, cuya multiplicidad y diversidad contrasta con el hermetismo de Sgt. Pepper’s, sin perder la luminosidad, la afabilidad y la profundidad de siempre, ve hacia el futuro y anticipa las oscuridades que habrían de venir en “Happiness Is a Warm Gun”, “Year Blues” “Revolution Number Nine” y “Helter Skelter”, expresión que significa desorden total y que no por nada fue el lema de los “freaks” desquiciados de Charles Manson cuando asesinaron a Sharon Tate y sus amigos.

La muerte de Brian Epstein inició la disolución del grupo y, con el tiempo, las diferencias de egos y de ideas musicales entre John, Paul y George resultaron infranqueables y el grupo se deshizo en 1970 por “incompatibilidad de caracteres”; Lennon andaba en una onda vanguardista-politizada-experimental con Yoko Ono, quien fue bacinica de los torrentes edípicos de John, pero también eminencia gris y administradora de sus haberes; George vivía la enfermedad infantil de misticismo oriental; y Paul pedía volver a las raíces del rocanrol, “get back to where you belong”, porque sus tendencias cada vez eran más pop, o “easy listening”, como se decía entonces. Ringo, como siempre, no creaba problemas.

Fue traumática y de gran chisme internacional, pero la separación de los Beatles resultó lo mejor que pudo ocurrir, pues así el grupo murió joven y trágicamente, como los grandes héroes, y cimentó su materia mítica. Hasta el asesinato de Lennon siempre se especuló sobre una nueva reunión, pero la amargura de la separación y las divergencias de concepción artística lo imposibilitaban.

Quizá hubiera podido iniciar un nuevo ciclo creativo, pero los nuevos tiempos eran adversos y el cuarteto había llegado a una callejón sin salida, no sólo personal sino musical. John lo entendió muy bien cuando, ya en 1970 cantó “El Sueño Ha Terminado” y optó por la sencillez, la austeridad y la autoflagelación confesional, una “limpia” a fin de cuentas.

En todo caso, la obra de los Beatles resultó impecable porque concluyó cuando debía. “Let It Be” no fue la mejor de todas las despedidas, pero no olvidemos que los discos menores de los Beatles son discos mayores del rock.

Los Beatles nunca se reunieron. Lennon murió hace 20 años y se volvió un héroe popular; George se silenció desde hace mucho, pero ha padecido atentados contra su vida porque él ahora encarna mejor el mito de los Beatles; Ringo está prácticamente retirado; y Paul McCartney persevera siempre, pero desde 1970 definitivamente es como el cazador que está equipado a la perfección, alerta y dispuesto, sólo que se instaló en un lugar donde no hay nada que cazar. Es una lástima que un músico talentosísimo no haya podido ver venir, o al menos asimilar, ya no digamos compartir, las tendencias dark de los nuevos tiempos.

Pero al margen del destino individual de cada uno de ellos, el grupo hasta el momento parece inmortal. Sus canciones se oyen a cualquier hora en cualquier parte del mundo. Se han adentrado tanto en los pueblos que resultan lazo de unión colectiva, intergeneracional e internacional, si no es que de la quintaesencia de momentos fundamentales de la vida de muchas personas. Todo indica que como la “Pequeña Serenata Nocturna” de Mozart, “Carmen” de Bizet o los valses de Strauss, se seguirán escuchando durante mucho tiempo. Los Beatles se volvieron clásicos de la música popular de una época que se permitió soñar que el mundo podía ser noble, bueno y sagrado.

Esa condición mítica ha motivado que sigan siendo un fenómeno mercadotécnico. Los Beatles fueron producto de una necesidad histórica y su éxito se disparó por sí mismo desde que regresaron de Hamburgo sin Stuart Sutcliffe e incendiaron noche a noche La Caverna, de Liverpool. Brian Epstein se dio cuenta de que eran un fenómeno fuera de serie y les creó la imagen de niños-buenos-pero-traviesos con el pelo largo, limpiecito, y los trajes sin solapa, que los cuatro reforzaron con su simpatía natural y un ingenio irreverente, pero que no se pasaba. Richard Lester acabó de afinar esta imagen que la industria utilizó al máximo e hizo que la “beatlemanía” que había surgido naturalmente en Liverpool se extendiera a toda Inglaterra y después a Estados Unidos, de donde se difundió a todo el mundo.

Pero después los Beatles pintaron su raya ante el sistema y trataron de no ser rehenes de la maquinaria industrial. El sistema los utilizó y ellos lo utilizaron hasta donde pudieron. Como Mohammed Ali, no fueron dóciles. Quisieron pararlos, o cuando menos reencauzarlos, pero era demasiado tarde, los Beatles ya eran sinónimos de genio, creatividad, fecundidad, inteligencia, ingenio, carisma, buen humor, juventud, rebeldía y esperanza. También serían emblema de los 60, el amor, la paz, los alucinógenos y la resistencia al sistema.

Los Beatles siempre fueron noticia y, por tanto, alimento mayor de los medios de comunicación, que los idolatraron y los satanizaron, y así contribuyeron a la explotación de una mina que ha generado enormes cantidades de dinero durante casi 40 años. La industria ha exprimido a los Beatles hasta puntos inimaginables; sin contar las ediciones piratas, de ellos se han vendido discos, antologías, grabaciones en vivo, revistas, libros, videos y una parafernalia que incluye la subasta de objetos personales.

Desde 1995 se inició una nueva vuelta de tuerca con la serie The Beatles Anthology, que fue objeto de una campaña eficaz, bien aceitada, sumamente intensa, que abarcó todos los medios. Sólo los Beatles podían con el gancho de dos “nuevas” canciones, “Free As a Bird” y “Real Love”, volver a vender rarezas en vivo, demos, descartes, curiosidades arqueológicas y material que ya había sido explotado desde hacía mucho tiempo. Por suerte, la serie no sólo significó seis discos, sino varios programas de televisión que después pasaron a video. En ellos abundaron las entrevistas y materiales fílmicos y televisivos, algunos casi desconocidos o que se desterraron de viejos programas de televisión y de la prensa.

Con esa base, y para aprovechar debidamente los 40 años de los Beatles y los 20 de la santificación de John Lennon, se emprendió la tarea editorial The Beatles: Antología, que por una parte es un collage de los materiales de los programas de televisión hilvanados con declaraciones de otras fuentes, que, tratándose de los Beatles, son abundantísimas, pues Lennon y compañía fueron filmados y grabados como a nadie, y así existen testimonios muy buenos, como el libro Lennon Remembers, de Jan Wenner, la película Imagine o los programas de televisión que promovió Yoko Ono en memoria de Lennon.

En The Beatles: Antología se añade también parte de los archivos personales de cada Beatle y, por supuesto, es un festín visual, pues está lleno de fotografías sensacionales y documentos de todo tipo que recrean las atmósferas de la década y cuentan visualmente el mito de los Beatles. Se trata de un libro muy completo, ambicioso, que pretende, y logra, ser la versión monumental, definitiva y claramente oficial de los Beatles.

Narrados en primera persona o mediante el uso del diálogo de entrevista, se ofrece la historia por separado de cada uno de ellos; y después, con abundancia de detalles, la vida individual y del grupo año por año, de 1960 a 1970. La edición de los textos está muy bien hecha y el libro se lee con gran interés, a pesar de que muchas de estas historias son conocidísimas (aunque yo en lo personal encontré cosas que desconocía y que me dieron la ilusión de que comprendía mejor al cuarteto. Pero, bueno, nunca he pretendido ser autoridad en el grupo).

Al leerlo descubrí con gusto que, eso sí, sigo siendo “beatlómano”, pues no perdía la fascinación. Me dio mucho gusto que no se soslayaran temas, en especial los relacionados con el lado oscuro (desmadres, vida íntima, política, drogas), que ahora resultan políticamente incorrectos, y que hubieran detalles pormenorizados de las fases de la composición, la ejecución de los instrumentos, los arreglos musicales, los procedimientos de grabación y otros elementos que permiten tener una visión muy buena no sólo del grupo sino de todo el complejo artístico-industrial que conlleva. Lo único que me fastidió fue que está traducido a la lengua coloquial de España y el pobre Lennon tiene que decir cosas como “estaba follando con mi novia en una lápida y el culo se me llenó de pulgón”.

Para los fans “hard core”, este libro es un agasajo pantagrueco, pero también los no iniciados pueden disfrutarlo muy bien; eso es si acaso pueden comprarlo, porque The Beatles: Antología no es un libro se pueda ir leyendo en el Metro y al que no le cae nada mal un atril para leerlo (y de pasada, ejecutarlo y oficiarlo). Se trata de una producción muy completa y, como era de esperarse, no es precisamente barata. Sería muy buena idea que después Ediciones B sacara una versión de bolsillo accesible a los chavos que no tienen grandes recursos, pero a los que les encantaría conocer la historia de los tan mentados Beatles.
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